Ignacio Varela-El Confidencial

  • La desaparición virtual de Ciudadanos catapulta el PP hacia una posible victoria electoral, pero también lo deja atado a Vox para poder gobernar 

Nuestro sistema electoral tiene dos rasgos determinantes: privilegia la representación de las provincias menos pobladas y castiga de forma implacable la fragmentación de los espacios políticos. Si no les gusta, no echen la culpa de ello a Monsieur D’Hondt, que no hizo nada malo, sino a los padres de la Constitución

En las elecciones generales de noviembre de 2019, se produjo una doble anomalía. La derecha y la izquierda de ámbito nacional empataron en votos, con una ventaja mínima de la primera: 42,7% para la suma de PP, Vox y Ciudadanos y 42,4% para PSOE, UP y Más País. Sin embargo, las elecciones las ganó claramente un partido de la izquierda, el PSOE, que aventajó al primer partido de la derecha en más de siete puntos (1.700.000 votos) y en 31 escaños. Sumando sus diputados a los de Iglesias y el nacionalismo radical, se hizo posible la investidura de Pedro Sánchez. 

La segunda anomalía es que la victoria del partido de Sánchez se cimentó principalmente… en las circunscripciones de la derecha. Provincias en las que, pese a existir una sólida mayoría de voto conservador, el PSOE se coló, con porcentajes muy modestos, como el primer partido, alcanzando en muchas de ellas el escaño clave. 

En Andalucía, la derecha superó en votos a la izquierda, pero esta consiguió cuatro escaños más. En Castilla-La Mancha, sucedió lo mismo 

El caso más notorio de esta aparente contradicción es Castilla-La Mancha. En el conjunto de la región, la derecha desbordó a la izquierda por 13 puntos. Pero en las cinco provincias, el primer partido en votos —y el más favorecido en el reparto de los escaños— fue el PSOE. Algo parecido sucedió en Castilla y León y en Aragón. También en Madrid. En Andalucía, la derecha superó en votos a la izquierda, pero esta consiguió cuatro escaños más. 

El motivo de tanta paradoja es evidente. La izquierda agrupó su voto en dos fuerzas, con un claro dominio del PSOE, que reclutó a dos de cada tres votantes en ese espacio. La derecha se partió en tres. El PP no logró concentrar ni siquiera la mitad del voto de su bloque; y lo que fue aún peor, un partido con más un millón y medio de votos (Ciudadanos) desperdició sus papeletas en toda España salvo en siete de las circunscripciones más grandes. El 7% que arañó Ciudadanos en las dos Castillas, en Aragón y en Andalucía solo sirvió para abrir a Sánchez la puerta de Moncloa.

Imaginemos que Albert Rivera hubiera aceptado la oferta de Pablo Casado de extender a toda España la fórmula navarra, concurriendo juntos a la repetición electoral. Agregando los votos del PP y Ciudadanos y manteniendo igual todo lo demás, esa hipotética España Suma habría ganado las elecciones, con 115 escaños por 110 del PSOE.

Así que, en el infausto año 2019, un Rivera obnubilado propinó dos cornadas descomunales al interés de España —y, de paso, se cargó su partido—. En abril, saboteando, a medias con Sánchez, la posibilidad real de un Gobierno de centro izquierda con mayoría absoluta, que no dependería de ninguna fuerza destituyente. En diciembre, impidiendo una alternativa ganadora de centro derecha y contribuyendo decisivamente a crear las condiciones necesarias para que Frankenstein gobierne España y la extrema derecha se agigante. En esos dos desatinos se definió una década. 

El país se lo está haciendo pagar con una condena inapelable a la extinción política. Ciudadanos malvive en una ficción de realidad por el resto de poder institucional que le queda de las autonómicas y municipales de 2019. En cuanto eso se evapore (lo que ya ha sucedido en Madrid y se repetirá en el resto de España), su indigencia se hará completa. En cuanto al Congreso de los Diputados, la primera entrega de nuestro Observatorio Electoral le hace perder nueve de sus 10 escaños. Solo conservaría uno en Madrid y ya veremos, porque está rozando por arriba el listón del 3%, por debajo del cual quedaría fuera.

La desaparición virtual de Ciudadanos catapulta el PP hacia una posible victoria electoral, pero también lo deja atado a Vox para poder gobernar, lo que el sanchismo explotará hasta la última gota. Es cierto que el partido presidencial parece aguantar mejor de lo que se auguraba tras el 4-M, pero no deja de ser tremendo para los socialistas que sus dos partidos fronterizos, Ciudadanos por la derecha y Unidas Podemos por la izquierda, pierdan nueve escaños cada uno sin que el PSOE reciba ninguno de ellos. 

En la encuesta de IMOP-Insights para El Confidencial y en todas las demás estimaciones serias que se vienen publicando, se produce un doble fenómeno. Por un lado, el empate entre la derecha y la izquierda se desequilibra claramente a favor de la derecha. Es evidente que hay un desplazamiento sostenido hacia la derecha del electorado español, que ya era visible antes del 4-M madrileño y se ha intensificado después. Por otro, el espacio de la derecha queda reducido a dos fuerzas, PP y Vox, y el PP aumenta su peso relativo: ahora representaría cerca del 60% del voto de su bloque. Precisamente, porque recibe la gran mayoría de los votos que abandonan a Ciudadanos. Ello le permite, de momento, igualar en votos al PSOE. Y recuerden esto: en cualquier escenario de empate a votos, el PP gana en escaños.

El impacto de este doble fenómeno es trascendental en las trascendentales provincias de la España vacía: vacía de habitantes, pero repleta de escaños. Allí fue donde Sánchez aprovechó la división de la derecha para alzarse con la victoria y donde Casado puede estar construyendo las bases de la suya. Si el PP establece su hegemonía en Castilla y León, Castilla-La Mancha y Aragón, se fortalece aún más en Galicia y debilita el dominio del PSOE en Andalucía, no se ve de qué manera podría el PSOE articular una mayoría electoral en el resto del país. 

Conste que aquí hablamos de elecciones generales. Otro rasgo del ciclo electoral que se avecina puede ser la extensión del voto dual. En Andalucía, es posible que Moreno Bonilla arrase en las autonómicas y que los socialistas sigan siendo mayoritarios (aunque cada vez menos) en las generales. O que en la Comunidad Valenciana suceda lo contrario: que el PP recupere su hegemonía en las generales mientras Ximo Puig aguanta en las autonómicas.

Por eso el orden de las convocatorias electorales es más decisivo que nunca. Y por eso hay quienes, en Génova 13, salivan con la idea de someter a Sánchez a un encadenamiento de descalabros electorales en los territorios que ellos dominan: primero Madrid, luego Andalucía, pero también Castilla y León y, ¿por qué no?, Murcia, donde todo empezó. Los presidentes de esas comunidades, más prudentes, se tientan las ropas: una cosa es ayudar a Casado y otra jugarse la vida por él, y las convocatorias anticipadas las carga el diablo. Lo que también se aplicaría, en su caso, al propio Sánchez.