IGNACIO CAMACHO-ABC
- Los supuestos perdedores del ‘procés’ retienen el poder catalán y son decisivos en el del Estado. Un fracaso muy raro
Los independentistas catalanes van a celebrar el quinto aniversario del 1-O peleados entre ellos, como de costumbre, pero instalados, como también es habitual, en el Gobierno. Y por seguir con la rutina, reclamando otro referéndum. La diferencia con 2017 consiste en que ahora además forman parte de la alianza de poder en España, detalle que cualquier observador consideraría objetivamente un éxito pero que los arúspices de la política de apaciguamiento venden como un repliegue o un retroceso. Curiosa forma ésta de fracasar en un desafío: los supuestos perdedores retienen el mando y han extendido su influencia al ámbito del Estado mientras el teórico ganador ejerce de registrador de la propiedad y escribe sus memorias para pasar el rato. Con una derrota así no es raro que el separatismo piense repetir la aventura en cuanto las circunstancias le permitan volver a intentarlo.
Es cierto que Puigdemont sigue fugado en Bruselas y que el resto de los dirigentes de la insurrección, con Junqueras a la cabeza, ha cumplido en la cárcel entre la mitad y una tercera parte, según los casos, de su condena. Sin embargo, el indulto les ha dado la satisfacción de ver desautorizado al tribunal que dictó por unanimidad la sentencia y de propina Sánchez ha exonerado sus responsabilidades financieras –por malversación– ante el Tribunal de Cuentas. Por si acaso han empezado a utilizar su ascendiente en la actual correlación de fuerzas para que el delito de sedición pierda relevancia penal o desaparezca. En esta clase de empeños no padecen disensiones internas; ésas las dejan para las discusiones estratégicas sobre los plazos y las maneras de avanzar hacia el común y nunca abandonado objetivo de la independencia. Una meta que hoy por hoy saben inviable pero les sirve para mantener la hegemonía, acumular prebendas y nutrir el victimismo jeremíaco de una eterna aspiración irredenta. El nacionalismo vive del negocio de alentar quimeras.
La verdadera perjudicada por el motín de secesión fue, es, la sociedad catalana, que ha perdido dinamismo económico, apertura, peso específico y la pujanza que caracterizaba a su tejido empresarial antes de que el delirio del ‘procés’ lo arrastrara a una espiral de desgracias. Las élites extractivas del Principado han suscitado en la opinión pública española una fama antipática y el atractivo inversor de Barcelona se desplaza a marcha rápida hacia capitales emergentes como Madrid, Zaragoza, Alicante o Málaga, donde el riesgo de ruptura del mercado no constituye ninguna amenaza. La clase dominante ha envuelto la imagen de Cataluña en una atmósfera de xenofobia excluyente, agria, cargante en su reivindicación ensimismada. Esa fractura sólo la puede curar una improbable sacudida constitucionalista ciudadana que acabe con el desvarío de superioridad autoarrogada y devuelva la razón al centro de la convivencia democrática.