MIKEL ARTETA – 26/07/16
· Difícilmente se le oculta a un ciudadano medio despierto que, por norma general, cada vez que un representante público aseguraba durante todos estos años que estaba dispuesto a dialogar/deliberar, lo único que estaba haciendo era transferir la responsabilidad de un previsible mal acuerdo o, lo que se ajusta más a los tiempos que nos ocupan, de una falta de acuerdo, al resto de fuerzas políticas. Reticentes a abandonar sus exigencias de máximos para no tener que explicar por qué conceden x para obtener sólo y, los líderes defenderán impostadamente su predisposición a escuchar y ser escuchados mientras huyen del careo sincero con el interlocutor como alma que lleva el diablo.
Pero, en realidad, la política no es campo abonado para el diálogo y no lo ha sido nunca. No culpemos entonces a los políticos, so pena de responder a su cinismo con más cinismo, en perverso círculo. Si la libertad se conquista revelando nuestras determinaciones, convendrá aceptar que el juego político escapa a la lógica de las mundanales discusiones que cualquiera experimenta con amigos, compañeros o meros conocidos. En esas relaciones privadas, siempre que no estemos tejiendo una sociedad civil mediante lazos contractuales privados, tejemos una “esfera de opinión pública”, confrontando abiertamente ideas, opiniones e intereses entre iguales, entre seres que, en ese preciso momento y ante ese concreto interlocutor, aspiran a decir lo que se les antoja. Una lógica discursiva que da lugar a la opinión pública, conformada por las ideas que una comunidad política reconoce como configuradoras de los distintos polos argumentales razonables en torno a un tema problematizado y fijado en la agenda política. Pero frente a esa sinceridad, y al encrespamiento que experimentamos cuando no alcanzamos un acuerdo y no nos dan la razón, la lógica del político toma lugar en un campo de juego donde sólo la acción estratégica tiene sentido: porque el objetivo claro es sacar más escaños que el rival y así obtener el poder, lo que cada partido aspira a conseguir es a difundir un mensaje que pueda comprar el mayor número de ciudadanos/votantes/clientes… También los que apenas prestan atención al escaparate.
Se deriva que la lógica del sistema político conduce necesariamente a la perversión del ideal dialógico. Nos darán las uvas pasas como sigamos esperando que entre nuestros políticos cristalice el reino de fines kantiano como si ellos fueran, o acaso fuéramos nosotros, una comunidad de iguales guiándose por sus mejores pasiones y tratando a cada prójimo como un fin en sí mismo (como un ser digno) y nunca sólo como un medio. Pinta que la cosa no funciona de tal modo, a nada que paremos mientes… Es más, pensar siquiera que así podría llegar a ser sólo contribuye a ese tipo de ideología conservadora que bloquea las mejores aspiraciones de los peor situados a base de ofuscar sus entendederas como el opio y de incrementar las opciones manipuladoras de quienes se sirven del invento.
Por eso habrá que entender de qué va el juego, a fin de prevenirnos de determinados mantras santurrones. Sobre todo los de quienes los venden de saldo y, tras explicarnos, en buena lógica (pero dudosa intención), que “el cielo no se toma por consenso”, nos vinieron luego a decir, reculando y rizando estratégicamente el rizo, que su compromiso por la transparencia les conduciría a tener toda discusión en abierto (como si fueran sus “círculos” quienes toman las decisiones y no un pequeño grupo de notables ‒de 2 a 4 personas por partido‒, quienes cortan el bacalao y trazan la estrategia en la sombra).
Hay que asumir que la estrategia política se reduce a poner todos los recursos de que un partido dispone, con sus retóricas, persuasiones, manejo de medios de comunicación y confección de marcos mentales ganadores (“los de arriba contra los de abajo”, “bajar impuestos es progresista”, “el PP es heredero del franquismo”, “los del PSOE son los de la cal viva”, etc.), al servicio de su único objetivo: que cada vez más votantes crean que ellos son los más capaces de organizar la vida política dentro del Estado de tal modo que, de gobernar, mejorarían sus expectativas vitales, junto con la del resto de sus conciudadanos. En este sentido, ofrecer diálogo sólo es un ardid entre otros muchos para dotarse estratégicamente de una pátina de santidad que persuadirá, si acaso, a los más despistados.
Pero, como todo está en los matices, no nos pasemos realistamente de vueltas para evitar despeñarnos hacia el cinismo, que siempre es la postura más conservadora. Por más que apenas quepa esperar sinceridad del diálogo entre partidos políticos, lo cierto es que cada partido necesita persuadir a los votantes de que ellos son tanto los que mejores propuestas han ideado como los que con mayor voluntad política (sinceridad) aspiran a ponerlas en práctica. Y para ello deberán responder de modo inteligible ante el público, llenando los vacíos y grietas discursivas señaladas por los rivales.
Y aquí es donde se distingue una democracia todavía funcional (con todas las disfunciones que se le quieran criticar) de una romanónica oligarquía de partidos que haya logrado colonizar todos los recovecos del Estado y donde el cambio político queda asfixiado por un pacto de no agresión entre maquinarias que acaparan todo el poder. Si la democracia todavía es funcional, lo que los partidos llaman, con no pocas dosis de cinismo, “deliberación”, les volverá necesariamente como un bumerán interpelador del que no podrán escapar. La consecuencia de forzar a los partidos a tener que simular una deliberación pública es que podrá lograrse, en la línea de fuga de la pantomima, la confluencia entre la sinceridad deliberativa que arraigaba entre simples ciudadanos en la esfera de la opinión pública y la estrategia política de quienes buscan persuadir al electorado para captar su voto.
Gracias al principio democrático de publicidad, los descarnados juegos de poder de los partidos deberán echar mano, en algún grado, de esa opinión pública (generada allí donde las argumentaciones toman lugar y los puntos de vista pueden de verdad cambiar, trascendiéndose así tanto el comportamiento maximizador egoísta –teoría de la elección racional‒ como la conducta meramente guiada por normas ‒institucionalismo sociológico‒) para justificar sus decisiones, entre ellas la aceptación o ruptura de pactos o investiduras. En esta línea, Thomas Risse revela una estructura triádica de la argumentación pública que, a diferencia de la negociación (reducida a la correlación entre nudos intereses de las dos partes en liza), apela siempre a un criterio legitimador externo que permita trascender las posturas más anquilosadas de los interlocutores (ancladas en aquellos espurios e inamovibles intereses) y, por consecuente, fundir la acción estratégica con la sincera acción comunicativa que caracteriza a quienes deliberan en serio.
Al buscar legitimación por medio de la argumentación, se producirán empíricamente tres tipos de resultados beneficiosos. En primer lugar, durante el proceso de búsqueda de acuerdo aflorarán oportunidades (durante el establecimiento de la agenda y el enmarque ‒framing‒ del problema; o en momentos de crisis, cuando falla la nuda negociación) en las que sólo la argumentación, el intercambio de perspectivas o el reestablecimiento del marco ayuden a recuperar la comunicación. En segundo lugar, una defensa estratégica de las posturas e intereses a preservar conduce a una pública retórica cínica que, no obstante, cala en la socialización y conciencia de los ciudadanos y, por ende, contribuye a reducir la enorme distancia que todavía media entre las buenas palabras e intenciones y las obras que finalmente quedan. En este proceso, los partidos se ven atrapados ante sus potenciales electores, se saben deslegitimados ante toda la opinión pública si cambian bruscamente su línea de acción, y se ven obligados a argumentar cada vez más en serio.
Esta reducción de espacio estratégico podría incluso multiplicar los incentivos para que los líderes actúen cada vez más por convicción y menos por miedo a la sanción electoral. En tercer lugar, las discusiones y argumentaciones generarían un incremento de la legitimidad y de la rendición de cuentas. Esto no elimina las bondades de la negociación a “puerta cerrada” y la eficacia de tal procedimiento. Pero las justificaciones que, tras la opaca negociación, se ofrezcan públicamente de los acuerdos alcanzados, podrán al menos ser correctamente fiscalizadas por la ciudadanía. Se podrá aprovechar la fuerza civilizatoria de las buenas razones.
Pues bien, bajando ya a lo que nos interesa: cuando el señor Sánchez le dijo a Rajoy “no es que no” lo que hizo fue apuntillar la última rendija por donde nuestra maltrecha democracia podía comenzar a inhalar auténtico parlamentarismo, es decir, algo de deliberación. Y no parece apearse de aquella burra desde hace más de medio año.
Aunque fuera circunstancialmente, y pese al ruido ambiente, el auténtico drama democrático no invita en estos momentos a mirar hacia el PP. Nuestro particular déficit democrático lo encarna mejor hoy toda la oposición. En lugar de poner sobre la mesa propuestas concretas sobre las cuales el PP se vea forzado a posicionarse (aceptarlas, rechazarlas o “enmendarlas”, retratándose ante sus votantes), Sánchez (por hablar del partido mayoritario, pero aquí y en lo que sigue podrían ustedes poner a Iglesias o Rivera –cuya oferta de abstención en segunda vuelta está absolutamente desvinculada de ninguna propuesta que el PP pueda aceptar o dejar de hacerlo‒) ha optado por la estrategia más simplista, la que menos frutos granjea a los ciudadanos y la menos democrática: lo único que el PSOE confronta a Rajoy (que se ve, por lo tanto, libre de retratarse, conservando todas las cartas ganadoras en unas hipotéticas nuevas elecciones) es una enmienda a la totalidad; a él y al PP.
Sánchez ‒atruena cada vez más a ojos de los ciudadanos‒, carece de alternativas y sólo se le ocurre tomar por tontos a sus votantes (obligando a gran parte de ellos a huir hacia otras alternativas, incluida el voto al PP), al tiempo que contribuye a sectarizar a los pocos que quedan, como ya hiciera Zapatero, a base de inflar un discurso democrático-popular, escasamente constitucionalista, que da oxígeno al populismo más desatado que representa Podemos. Porque, reconozcámoslo sobre la base de lo previamente dicho: si en lugar de poner sobre la mesa propuestas para forzar un pacto de investidura o, al menos, una abstención más o menos leal (que no se siga de una constante amenaza de moción de censura kamikaze –me refiero a que, con que la oposición se pusiera de acuerdo simplemente en derrocar al PP, podría lograr una moción de censura formalmente constructiva, como demanda la Constitución, con el único objetivo de convocar acto seguido elecciones‒), Sánchez opta por una enmienda a la totalidad es porque cree que la opinión pública, o al menos el sector al que fía su electorado potencial, prefiere un cordón sanitario (o, lo que es igual, pre-discursivo) en torno al PP, antes incluso de que comience una verdadera secuencia de públicas negociaciones o estratégicas discusiones que obliguen a unos y a otros a retratarse con sus programas y a mostrar las carencias de los programas del adversario. Así, de paso, toda la oposición se abstiene de responsabilizarse de los recortes que demandará Bruselas, entre otras medidas impopulares que cargarían sólo sobre los hombros del PP.
El “no es que no” es la muerte del parlamentarismo, de la deliberación (estratégica) y de la democracia. Es la demonización del adversario, es la autopista al populismo, es la retroalimentación del sectarismo creciente en algún sector de la opinión pública. Un sectarismo que muestra a las claras nuestro verdadero déficit democrático.
Lo peor es que su tajante negativa también tiene una explicación dentro de la lógica sistémica (estratégica, pues) del juego político por hacerse con el poder. El juego de no agresión, de apacible cooptación de todos los órganos del Estado por los dos grandes partidos, ha pasado siempre en la España democrática por la cómoda muleta que proporcionaba el nacionalismo. Pactar con un partido de ámbito nacional, centrado, que a cambio de cualquier apoyo exigiera propuestas y compromisos concretos, implicaría exponer sus carencias y revelaría los espurios intereses cruzados ante el electorado. Frente a tal riesgo, siempre resultó harto más fácil untar al nacionalismo vasco o catalán año a año y hacer oídos sordos ante sus desmanes (construcción nacional, vulneración de derechos civiles –paradigmáticamente, los lingüísticos-, corrupción sistémica), a cambio de su ciega lealtad institucional: cada cual su cortijo.
UPyD fue triturado por jugar a forzar el tipo de deliberación que retrata a los partidos y hace avanzar a las sociedades, deslegitimando la muleta nacionalista en la gobernabilidad del país; Margallo dijo que les “aplastaría como a una nuez”, los medios hicieron una campaña de desprestigio atroz y hoy dicho partido lucha por cada bocanada de aire. Ciudadanos se mantiene en lo que a priori era el mismo espacio electoral, pero se diría que a costa de no pisar callos y de no vender cara la piel de sus 32 escaños.
Convergencia de Catalunya parece ansiosa por pactar con el Gobierno, con tal de frenar una demente deriva hacia la secesión que sólo ha contribuido a engordar a su rival de ERC, pero que la ha reducido a la mínima expresión. PODEMOS sólo aspira a que sus votantes todavía crean ingenuamente que los 4 potenciales grupos parlamentarios que lo componen (tres de los cuales llevan en sus estatutos la voluntad de romper el Estado) comparten al menos las grapas en el Congreso… pero se ve que ni para eso les da. ¿Y el PSOE? El PSOE añora los viejos tiempos, como el PP. Por eso tienen los socialistas firmado hace tiempo un pacto con el PNV que, existente desde las municipales del 2015, se ha pretendido renovar en las actuales elecciones generales (si diera la aritmética). Por eso, seguramente, los secesionistas convergentes se han hecho con un grupo parlamentario sin hacer mérito ninguno. Y por eso TVE1 se refirió, desde el día siguiente (cuando todavía coleaban los problemas de inscripción), al nuevo partido de la mafia convergente como “Partido demócrata catalán”, sin apostilla ninguna (yo les sugeriría: “el partido secesionista de Pujol, Mas y Puigdemont, con 15 sedes embargadas”).
Y así, tras el “no es que no” de Sánchez (la negativa al diálogo, a poner al rival en evidencia y conquistar cotas reales de mejora sin deslegitimar todo el sistema y sin sumirnos en la inestabilidad consiguiente), llegó hace unos días la nueva matraca de distintos líderes socialistas, incluido el ínclito Secretario General: el PP debe pactar con los partidos conservadores afines, arguyen; es decir, con los nacionalismos vasco y catalán. Y añaden que, después de una supuesta centralización y del alejamiento que el PP habría tenido con los nacionalistas (sí, atribuyen la culpa al PP…), ahora el partido de Rajoy debería reintroducirlos en el sistema para expiar sus pecados.
En plena crisis de legitimidad del sistema político español, ante la embestida insurreccional de un Gobierno catalán que no acata la ley y de un Gobierno vasco que vive de una sobrefinanciación que duplica a la del resto de CCAA para garantizar los servicios públicos de los ciudadanos vascos (que sólo son iguales al resto de españoles sobre el papel), el PSOE (¡que dice ser de izquierdas y que encima es el único que tiene un pacto con el PNV!), decide impúdicamente echar al PP en brazos del partido de Puigdemont (el presidente que considera justo y democrático que la región más rica y productiva de España pueda independizarse para evitar la transferencia de rentas hacia las regiones menos productivas), al que la televisión pública (la del Gobierno en funciones del PP; la que no dejó de llamar a UPYD “el partido de Rosa Díez”) denomina sin rubor “Partido Demócrata Catalán”. Bien, pues negaremos la mayor: si queremos acabar con el nacionalismo (por no asumir la función del Congreso, que es la de velar por el interés general), la estrategia no puede pasar por dorarle la píldora a cada instante sino por excluirlo en la medida de lo posible de la lógica parlamentaria.
Hace mal el PSOE en confundirnos constantemente; al nacionalismo (como a cualquier movimiento) no se lo fomenta por quitarle el oxígeno sino todo lo contrario. Si el votante nacionalista viera que sus intereses, encarnados en la representación pública de su partido, caen en saco roto porque su partido es ignorado por los principales partidos de gobierno, lo que ocurriría sería que, tarde o temprano, acabaría votando a un partido que sí pudiera llevar a puerto alguna de sus exigencias. Es crucial advertir esto.
Sin duda, el nacionalismo Convergente, el PP, el PSOE y el PNV desean volver al statu quo, al equilibrio estable (aunque degradante y nada democrático) que ofrecían los apoyos nacionalistas, sin más contrapartida que la sobrefinanciación y la ceguera voluntaria por parte del Gobierno de España. Entonces todo les resultaba más fácil. Y los nuevos partidos, con agendas autistas cuyo primer y único punto se reduce a comerse a determinado partido de su mismo espectro, no parecen dispuestos a vender su piel por nada que pueda interesar a sus votantes.
Como ya podemos deducir, todo esto sólo es posible porque la opinión pública se muestra mayoritariamente ajena a lo que ocurre y no está dispuesta a pasar ninguna factura por estos miserables movimientos. Los partidos se han dado cuenta de que pueden vivir sin siquiera echar mano del componente ideológico de la llamada a la “deliberación”. Y así, sin que nadie les fuerce a “deliberar”, se evitarán tener que afrontar el bumerán aparejado a su estrategia. Se evitarán retratarse ante la carente inquisición del resto. Lo único que Sánchez cree que necesita el votante del PSOE es una garantía de que jamás pactará nada con el PP. A eso se ha reducido hoy el PSOE; aunque tampoco ofrece mucho más el resto. Y, obviamente, para trazar semejante cordón sanitario no hace falta calentarse mucho los cascos. Lo que conduce a pensar que si el PP no existiera, tendrían que inventarlo.
El bajo nivel de nuestra opinión pública, que secunda la baja exigencia y profesionalidad de nuestra opinión publicada (secuestrados tantos medios por sus acreedores), permite a los partidos un acomodo que les evita retratarse, que les evita confrontar propuestas (lo cual, a medio plazo, los oxida y descapitaliza por incomparecencia), que degrada las instituciones y que, en fin, arrebata a pasos agigantados la confianza ciudadana en el sistema democrático como forma óptima de organización política. La deriva antipolítica podrá así seguir su curso mientras cada cual juega ciego sus pobres cartas. Que no, oigan, que así no.
MIKEL ARTETA – 26/07/16