Se lea la Constitución a lo ancho o a lo estrecho, España puede ser plurinacional pero no pluriestatal. Como dijo el Guerra (el torero, claro), hay cosas que son imposibles y además no pueden ser. La controvertida sentencia del TC no cierra el paso a lo primero, como dicen hipócritamente algunos, sino a lo segundo, que es lo que ellos precisamente desean.
Creo que fue Goethe quien dijo cínicamente que el lenguaje fue dado a los hombres para que ocultasen su pensamiento. En las actuales disputas sobre el Estatut y la sentencia del TC abundan las confirmaciones de su aserto. Por ejemplo, el término «nación». Más allá de los usos técnicos en teoría política, el común de los mortales (y sobre todo de los políticos, que son los más mortales de todos) entiende «nación» bien como una comunidad cultural y afectiva o bien como una entidad política que necesita realizarse en un Estado. Según la primera acepción, las naciones pueden convivir dentro de un mismo organismo estatal (y a veces dentro de una misma ciudad, como en Nueva York) pero según la segunda exigen hegemonía institucional inequívoca en su territorio. Lo malo de ese término aplicado a Cataluña es que unas veces se toma en el primer sentido y otras en el segundo, según conviene. Me temo que la sentencia del TC no despeja la duda confinando la nación en el preámbulo del Estatut, donde no será jurídicamente efectiva pero sí significativamente problemática.
Porque se lea la Constitución a lo ancho o a lo estrecho, España puede ser plurinacional pero no pluriestatal. Como dijo el Guerra (el torero, claro), hay cosas que son imposibles y además no pueden ser. La controvertida sentencia del TC no cierra el paso a lo primero, como dicen hipócritamente algunos, sino a lo segundo, que es lo que ellos precisamente desean. Desdichadamente, este veto necesario -mero instinto político de supervivencia- está formulado con desigual claridad: sin equívocos en el terreno de la justicia, por ejemplo, pero con contradicciones en lo referente a la lengua común, sobre todo en materia de educación. Habrá problemas, ya que no faltan partidos interesados en agudizar lo ambiguo hasta hacerlo insoportable y excluyente. Lo que sin duda no es cierto es que se imposibilite el autogobierno de los catalanes, que lo tienen garantizado como el resto y con el resto de los ciudadanos españoles. Lo vedado -y solo relativamente- es autogobernarse como si fuesen ciudadanos de otro Estado.
También otros usos nominales enmascaran la verdad… reveladoramente. Por ejemplo, decir que el TC es legal pero está «deslegitimado» por la composición politizada que bloquea su renovación. No me parece factible encontrar jueces sobrenaturalmente despolitizados para sentenciar sobre algo tan fundamentalmente político como la Constitución. Ahora bien, puestos a señalar cosas legales pero de legitimidad cuestionable… ¿qué diremos del referéndum del Estatuto, en el que tomó parte solo un tercio del electorado y que sin embargo se considera la voz del «pueblo» catalán? Otro juego de palabras es la afirmación visionaria de Zapatero suponiendo que este Estatuto (o cualquier otro, tanto da) culminará la «descentralización» de España. Como bien le ha recordado Artur Mas, persistirá la descentralización y hasta el descuartizamiento a plazos del Estado mientras los nacionalistas que gestionan y se benefician del proceso sigan siendo imprescindibles, gracias a nuestra ley electoral, para formar mayorías parlamentarias.
También mienten los que manejan las palabras mayores, los nombres sagrados: Cataluña frente a España. No hay tal gigantomaquia. Quienes andan a la greña son los catalanes nacionalistas, que se nutren de antiespañolismo militante y sacan combustible tanto de lo que obtienen como de lo que se les niega, y el resto de sus conciudadanos, que también tienen su corazoncito pero saben que están como nunca y que hay cosas más serias en que pensar. Ahora toca sobreactuar porque se acercan elecciones: de modo que se invierte la fábula, el lobo feroz ocupa la frágil choza y los tres cerditos rugen: «¡Soplaremos, soplaremos y la Constitución derribaremos!». Pero ya verán cómo al final los intereses racionales prevalecen y no es para tanto. Afortunadamente, desde que Berenguer de Entenza y sus almogávares ajustaron las cuentas a los verdugos de Roger de Flor, las «venganzas catalanas» suelen ser ya incruentas…
Fernando Savater, EL PAÍS, 6/7/2010