Pedro J. Ramírez-El Español

No hay mejor forma de entender la conducta de Pedro Sánchez y sus colaboradores en la Fiscalía, Moncloa y Ferraz, al divulgar datos confidenciales de la relación del novio de Ayuso con la Agencia Tributaria, que ver la serie Celeste, protagonizada por Carmen Machi.

Yo lo hice, sin tener para nada esa analogía en la cabeza, estimulado por un comentario de la subdirectora de El Cultural Paula Achiaga: «Es un thriller tributario y es buenísimo».

Las dos cosas son verdad. La última serie del guionista Diego San José (Ocho apellidos vascosEl ministerio del TiempoVota Juan) cuenta la historia de la inspectora de Hacienda Sara Santano que, al borde de la jubilación, recibe el encargo de demostrar que la famosa cantante latina Celeste —trasunto en cierto modo de Shakira— está defraudando al fisco al residir más de la mitad del año en España. Qué brillante choque de personalidades.

Carmen Machi encarna a una alta funcionaria fría, severa e inflexible, con gafas redondas y atuendo de censora. Está convencida de que todo celo es poco a la hora de conseguir que ni un euro se escape a las arcas del Estado. Cree que a Celeste puede sacarle hasta 20 millones.

Con la ley de su parte y sin otra vida personal que las secuelas de su viudedad, Sara Santano persigue a los que considera grandes defraudadores como Simon Wiesenthal cazaba a los criminales nazis. Con la estrategia de la araña: «Ya sabes que cuando te pones a buscar… siempre sale algo«.

Celeste se llama en realidad Karen Albarrán. Es un mito musical cuya imagen, su forma de vestir y hasta su fragancia se publicitan por doquier, mientras encandila a las audiencias con su derroche de vitalidad. Su problema es que mantiene una relación sentimental más o menos clandestina que la lleva a residir en España más días de los permitidos para seguir tributando en Panamá.

Es sin duda una defraudadora, pero también emerge como una mujer hecha a sí misma, solidaria y generosa en sus donaciones millonarias, con problemas de adicción en el mundo implacable del show bussiness y la prensa rosa.

Precisamente son los días que estuvo internada en una clínica de desintoxicación los que le faltan a la inspectora Santano para completar el calendario que le permitirá perseguirla como una delincuente fiscal. Y ella sabe cómo conseguir esas pruebas.

Siento tener que hacer un poco de spoiler, pero en su cerco a Celeste, la implacable funcionaria descubre a un adolescente recuperado de un cáncer que se ha carteado con su mito, llegando hasta acosarla. Él guarda fotos tomadas esos días en la clínica, pero de ninguna manera está dispuesto a traicionar a su diva.

¿Qué hacer? ¿Permitir que el delito fiscal quede impune? ¿Consentir que, como ya le pasó con un famoso futbolista, Celeste se vaya también de rositas al no poder completar la prueba? ¿Permanecer impávida mientras sus superiores cierran un pacto de conformidad muy a la baja con el abogado de Celeste?

Convencida de que las políticas sociales se cimientan sobre la progresividad de los impuestos y que «sólo desde lo público» se impulsa el bien común, la inspectora Santano siempre ha creído estar del «lado correcto de la historia». Y su expediente no puede cerrarse con un nuevo fracaso.

Ni corta ni perezosa, escribe una carta falsa llena de vilezas, falsificando la letra de Celeste y consigue que la familia del muchacho le entregue las fotos. A continuación, hace llegar a una compañera una denuncia anónima que aboca a la cantante a responder de su probable delito fiscal. Ella ya puede jubilarse tranquila. El fin ha justificado los medios.

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La motivación de la Moncloa al estimular la difusión del torpe correo confidencial del abogado de González Amador a la Fiscalía de delitos económicos ni siquiera tenía ese altruismo justiciero.

Se trataba sencillamente de hacer daño a su detestada némesis política. A la mujer que gobierna con mayoría absoluta en Madrid, es vitoreada por la calle y llama todos los días «cobarde» a Sánchez.

Es cierto que había un motivo —desmentir una noticia falsa— que en sí mismo podía justificar una reacción política. Pero no esa. No la comisión de un delito más grave que el que se achaca a la pareja de Isabel Díaz Ayuso, prevaliéndose del acceso que sólo la Fiscalía o la Agencia Tributaria podían tener a los datos secretos de un contribuyente.

Ya no hay duda de que, para poder sacarle los colores a Ayuso, se recurrió a revelar la comunicación confidencial de un letrado con la Fiscalía

No era verdad, como inicialmente filtró el entorno de González Amador, que la Fiscalía le hubiera ofrecido un pacto. Más bien había ocurrido lo contrario. Pero para valorar esta circunstancia es imprescindible considerar cómo funciona la Hacienda pública.

Primero pagas, después protestas. Primero te declaras culpable de delito fiscal, luego saldas tu deuda mediante un acuerdo con el Ministerio Público y el abogado del Estado que va a misa en el juzgado.

Ya no hay duda de que, para poder sacarle los colores a la presidenta de Madrid, como pretendían que hiciera Juan Lobato en la Asamblea, se recurrió a la revelación de la comunicación confidencial de un letrado con la Fiscalía. A la ruptura de la cadena del secreto profesional. Por eso está personado el Colegio de la Abogacía de Madrid (ICAM) en la causa.

Veremos si el juez Hurtado es capaz de averiguar la autoría de la filtración original, una vez que su principal sospechoso, el investigado fiscal general García Ortiz, borró los mensajes de su móvil en los días clave, amparado por un ambiguo protocolo de seguridad. Una circunstancia doblemente sospechosa al no haber sido advertida al instructor en el momento en que requisó el dispositivo. ¿Es inteligente burlarse así del Tribunal Supremo?

Lo descubierto sugiere que en la cima de la pirámide del Poder Ejecutivo hay un hombre huyendo hacia adelante con cada vez menos escrúpulos

Entre tanto, lo ya descubierto, a través del contenido del teléfono de Lobato, sugiere que en la cima de la pirámide del Poder Ejecutivo hay un hombre huyendo hacia adelante con cada vez menos escrúpulos. Y que ha encontrado personas dispuestas a servirle ciegamente, incluso a costa de vulnerar la legalidad.

Impresiona esa obsesión por «ganar el relato«, por provocar «el máximo ruido y jaleo» que rezuman todas las comunicaciones emitidas desde Moncloa y Ferraz en las horas previas a la consumación del delito; esa insistencia en presentar la filtración como un ejercicio «lateral» y secundario de legítima defensa frente a un «bulo» derechista; ese regodeo en el hecho de que Ayuso conviva con alguien que de forma previa había eludido sus obligaciones fiscales y buscó el mismo tipo de pacto al que llegan miles de contribuyentes…

Todo ello indica que en el entorno político y mediático del presidente del Gobierno se está consumando una peligrosa subversión de los valores democráticos.

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Ahora resulta esencial el testimonio de Pilar Sánchez Acera, jefa de gabinete de Óscar López en la Moncloa, quien remitió el documento original a Lobato antes de que, con algunas tachaduras, se publicara en un medio afín. También los de los secretarios de Estado de Comunicación Francesc Vallés y Ion Antolín, entonces en Ferraz, que presionaron al líder del PSOE de Madrid para que lo utilizara contra Ayuso.

La UCO nos obliga a fijar especialmente la mirada en Vallés, a quien atribuye un presunto «rol superior de coordinación» en el manejo de la filtración delictiva. Sería la coherente culminación de una de las más funestas trayectorias de un servidor público.

En casi medio siglo de democracia, ese puesto clave de la Moncloa ha tenido 18 titulares. El elenco ha incluido figuras relevantes como Josep Meliá, Eduardo Sotillos, Miguel Ángel Rodríguez, Pedro Antonio Martín o Miguel Barroso.

También personas que generaban empatía y comprensión hacia el Gobierno en situaciones tan difíciles como las que les tocó vivir a Rosa Posada, Ignacio Aguirre, Nieves Goicoechea o Fernando Moraleda.

Francesc Vallés es, con diferencia, el peor de los 18 secretarios de Estado de Comunicación que ha habido en casi medio siglo de democracia

Un caso difícilmente categorizable fue el de Carmen Martínez Castro, que durante nada menos que seis años y medio veló con éxito para que nadie sacara a Rajoy de su contumaz ‘dysania’. Y también pasaron por ahí media docena de personajes que, por una razón u otra dejaron mucha menor estela.

Tras haberlos tratado a todos, debo decir que, si aunamos su conflicto permanente con la verdad, sus recurrentes jugarretas filtrando a la competencia las noticias que se sometían a su corroboración, su endémica mala educación, su férreo control sobre la agenda de los ministros hasta reducirlos a meras marionetas de sus filias y fobias y su despojo de la publicidad institucional a los medios críticos, el peor de estos 18 secretarios de Estado de Comunicación ha sido, con diferencia, Francesc Vallés.

Y lo más notable del caso es que una persona que llegó al cargo con una cierta vitola intelectual -o al menos académica- y un aura más bien moderada, fuera experimentando una acelerada metamorfosis hasta convertirse en un proyecto para comic de un avinagrado Goebbels de pacotilla.

Veremos cual es la impronta que arrastra Ion Antolín tras su paso por Ferraz, pero tal vez resulte que es Sánchez quien esté moldeando la forma adversativa, oscurantista e inquisitorial de ejercer el cargo. Con un poco más de esfuerzo tal vez logre que pronto se rebautice el organismo, remedando lo que Isaiah Berlin decía burlonamente del aparato de propaganda norteamericano, como Secretaría de Estado para la Desolación.

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De lo que no cabe duda es de que ha sido el presidente en persona quien ha movido los hilos en esta operación encaminada a tratar de destruir la reputación de Isabel Díaz Ayuso. Basta repasar las palabras denigratorias que han salido de su boca contra González Amador y la propia presidenta de Madrid. O su cerrada defensa de García Ortiz, rematada con el eutrapélico argumento de que el hallazgo de «cero mensajes» en su móvil es la prueba de su inocencia y le hace merecedor de un público desagravio.

Queda, es verdad, el debate de qué es lo que deberían haber hecho la Fiscalía y el propio Gobierno ante la difusión de una noticia falsa como lo era que la propuesta de pacto con González Amador había partido del Ministerio Público.

Seguro que a Pedro Sánchez, García Ortiz, Óscar López, Sánchez Acera, Vallés o Antolín se les pasaron por la cabeza las mismas indignadas preguntas que al personaje de Carmen Machi. Y llegaron a la misma conclusión: no iban a permitir que la mentira prevaleciera, teniendo como tenían un medio para que aflorara la prueba documental de la verdad. Lástima que fuera ilícito.

La respuesta correcta a su dilema podían haberla encontrado en otra magnífica serie de televisión, esta de sólo dos capítulos. Me refiero a Enemigos que, con guión de Ferdinand Von Schirach, muestra el secuestro de una niña desde la perspectiva antagónica del policía que cree haber detenido al culpable y del abogado defensor de este.

Cuando el policía justifica haber torturado al sospechoso hasta hacerle confesar el lugar en donde estaba encerrada la niña, mantiene un tenso diálogo con el abogado, interpretado por un descomunal Klaus Maria Brandauer:

— ¿Y qué hago si de otra manera no obtengo ninguna respuesta?

— Pues nada, quedarse sin ella. Es tan sencillo como eso. Tenemos que ponernos límites. No hay que buscar la verdad a cualquier precio.

Esa es la sustancia de la cuestión respecto a la guerra sucia de los GAL, el fraude fiscal de Celeste o la negociación de González Amador con la Fiscalía. Con un agravante definitivo: si alguien no puede invocar la doctrina de los renglones torcidos de Dios, es precisamente Dios.

Si alguien no puede escudarse en la consecución de un bien público para cometer un delito es quien representa al Estado. Porque una sociedad democrática puede afrontar el terrorismo, el fraude o la falsedad, siempre y cuando no se cometan en su nombre.

Por eso, aquella mañana aciaga en la que el Poder cometió un infame delito de revelación de secretos, el único que pareció decirse a sí mismo —aunque fuera con la boca pequeña—, «tenemos que ponernos límites«, fue Juan Lobato.

Por eso, cuando el otro día coincidí con él, lo abracé después de saludarlo.