- La guerra sucia de Leire solo es la guinda de un peligroso pastel horneado en Moncloa
Que todos sepamos cuáles son los problemas fiscales del novio de Ayuso es, en sí mismo, una prueba de cargo contra el fiscal general del Estado y otro indicio más, si acaso hacía falta, de la conexión entre la guerra sucia chabacana de Leire Díez, desde las cloacas más siniestras, y la guerra sucia endémica de Pedro Sánchez, desde La Moncloa, con medio Estado colonizado por esbirros y armado con el BOE.
Porque nadie sabría quién es el tal Alberto González Amador ni a qué se dedica ni cuánto le debe o no a Hacienda ni si tiene pocos o muchos juicios pendientes de no ser porque es la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid y su caso puede utilizarse políticamente contra ella, que ni conocía al susodicho ni tuvo que nada ver en su actividad económica ahora bajo el forzado foco judicial.
Hasta ahí puede ser normal, en estos tiempos de cólera y miseria, de militancias sicarias y trincheras enfangadas; el salto cualitativo es urdir una campaña de derribo utilizando instituciones del Estado para que, a las típicas persecuciones públicas, se le añada una operación para dar apariencia de legalidad a una burda vendetta mafiosa.
Que el novio en cuestión se enfrente a un juicio, incluso entre sospechas de cierta predisposición política del tribunal que otros señalan también con Begoña Gómez o David Sánchez, es en realidad la prueba de que el Estado de derecho funciona sin necesidad del dopaje siciliano del fiscal general, que ha querido justificar sus andanzas siniestras apelando a la necesidad de imponer la Justicia, que ya actuaba sola.
Y es, a la vez, otro capítulo de ese desafío a la democracia que encarna Sánchez, rodeado de mercenarios dispuestos a acabar con un jefe de la UCO, un empresario arrepentido, un adversario político incómodo, un periodista respondón y, en general, todo atisbo de disidencia.
Del novio de Ayuso no deberíamos saber nada, como de nadie que tenga un problema con esa Hacienda delirante que, aliada con un Código Penal infumable, señala a ciudadanos y les carga delitos penales con más castigo que las violaciones y los homicidios y una pena de Telediario.
Solo hay que recordar el calvario de Ana Duato e Imanol Arias, tratados como criminales en un país con tendencia a la envidia que, si algún día recupera el sentido común, tramitará los problemas con el fisco por la vía civil exclusivamente, con los correspondientes cargos y sanciones que reclaman desajustes ahora castigados con cárcel.
Pero que lo sepamos casi todo evidencia el meollo del asunto, muy por encima de la tal Leire: vivimos sometidos por un Gobierno que señala objetivos y moviliza sus recursos para derribarlos a cualquier precio, guardándose la capacidad legislativa para recubrir sus cacerías de una apariencia legítima en realidad inexistente.
Cada día aparece un escándalo peor que el anterior y tenue al lado del siguiente, y en todo los casos se adivina primero la culpabilidad de Sánchez y de su entorno y, a la vez, el intento de recubrirlo de inmunidad e impunidad, por un lado, y de exterminar a quien se niega a aceptar ese objetivo, por otro.
Porque mientras Leire Díez desplegaba sus cambalaches en un despacho, Sánchez y sus soldados de fortuna los metían en una diana: a los jueces acusándoles de incurrir en lawfare, a los medios de comunicación críticos de ejercer de «máquina del fango» y a los Cuerpos de Seguridad de transformarse en una «UCO patriótica».
Y si a esa criminalización perversa de los contrapesos democráticos se le suma una revolución legal para anularlos, la transformación de España en una tiranía es inevitable. El novio de Ayuso es una simple excusa para algo peor: nada menos que naturalizar la destrucción de la alternativa política, de la respuesta judicial, de la investigación policial y de la denuncia periodística para que el capo de una auténtica Camorra pueda seguir haciendo sus negocios abyectos sin miedo a que alguien o algo le frene.