El segundo intento de asesinato de Donald Trump en sólo unas semanas, a apenas cincuenta días de las elecciones, ha generado algunas preguntas incómodas respecto a la seguridad del candidato republicano, sobre la aparente facilidad con la que dos lobos solitarios han logrado acercarse hasta él y sobre la actuación de los Servicios Secretos.
También, por supuesto, sobre el clima de tensión política que ha convertido incluso los intentos de asesinato de un candidato presidencial en una herramienta más de la batalla política, cuando no en una simple noticia más del magma informativo diario.
Prueba de esa indiferencia frente a hechos que hace apenas una década habrían provocado una conmoción nacional es el diálogo que ayer mantenían en las páginas del diario New York Times dos de sus reporteros más veteranos, Gail Collins y Bret Stephens.
«Bret, quiero que hablemos del debate presidencial y de otros temas políticos. Pero primero, el intento de asesinato de Trump» decía Collins, como si ambos asuntos fueran siquiera equiparables en gravedad. «Es definitivamente un dejà vú» respondía Stephens, como quien ve perder a su equipo de fútbol por tercer fin de semana consecutivo.
La normalización del intento de asesinato de Trump demuestra la toxicidad del clima político actual y la amoralidad del debate público. Es probable que la polarización que provoca la figura de Trump explique en parte la banalización de su intento de asesinato. Pero la democracia puede darse por muerta en el momento en que le concedamos o no relevancia a un intento de magnicidio en función de quién sea su víctima.
Prueba también de esa amortización del atentado es que en algunos sectores ha provocado más indignación un tuit de Elon Musk en el que se preguntaba irónicamente por qué todos los lobos solitarios tienen como objetivo a Trump y no a Kamala Harris que el propio intento de magnicidio del candidato.
El tuit de Musk jugueteaba de forma irresponsable con las tesis conspiracionistas que atribuyen a la CIA, y por tanto al Partido Demócrata, los intentos de asesinato de Trump. Pero el mensaje, ciertamente torpe y estúpidamente adolescente, no es ni siquiera remotamente comparable a la gravedad del intento de asesinato del republicano.
El FBI está al cargo de las investigaciones. El detenido es Ryan Wesley Routh, de 58 años, residente en Hawái. Las preguntas son todavía muchas. ¿Cómo sabía Routh que Trump estaría a esa hora en ese campo de golf? ¿Cómo pudo esconderse entre los arbustos con un rifle AK-47 durante doce horas sin ser detectado? ¿Cómo pudo llegar a situarse a menos de 300 metros del candidato, es decir a distancia de tiro?
El mismo Trump ha negado cualquier tipo de responsabilidad del Servicio Secreto con un mensaje en la red social Truth: «El trabajo que han hecho ha sido absolutamente magnífico». A cambio, el expresidente ha acusado a Joe Biden y su «retórica incendiaria» de su nuevo intento de asesinato. «Su retórica está haciendo que intenten matarme cuando soy yo el que pretende salvar al país y los demócratas los que lo están destrozando».
Resulta difícil seguir a Trump en esta línea de argumentación. Sobre todo, porque él mismo no es en absoluto ajeno a la retórica inflamatoria, de la que hecho uso y abuso sin límite alguno y que ha convertido en marca de fábrica personal.
Está por ver cómo afectará a la campaña este segundo intento de asesinato. Pero una sociedad sana no debería de ninguna manera empezar a tratar estos hechos como incidentes sin más de una campaña política. El listón de lo tolerable no debería llevarse jamás tan lejos.
Los políticos, por su lado, deberían ser conscientes, a uno y otro lado de la trinchera, de que la toxicidad retórica del debate público puede tener, y está teniendo, consecuencias indeseables en la realidad.