Ignacio Varela-El Confidencial
Pedro Sánchez no debería tomar una sola decisión relevante respecto a Cataluña sin conocimiento previo -al menos- del PP y de Ciudadanos. El Estado tendrá que hacer frente a nuevos desafíos
Lucía Méndez nos recuerda en El Mundo que cuando un presidente abandona el poder carbonizado –como todos los de nuestra democracia-, su sucesor dedica siempre los primeros meses a teatralizar las diferencias haciendo lo contrario que él. Aznar puso ahínco en que se le viera hacer lo contrario que González, Zapatero lo contrario que Aznar, Rajoy lo contrario que Zapatero; y ahora Pedro Sánchez busca que se note a cada segundo que él es y representa lo contrario que Rajoy. La fórmula es resultona, pero efímera; más pronto que tarde, el recuerdo se difumina y ya sólo te comparan contigo mismo.
Creo que en los dos últimos años el PP no ha calibrado hasta qué punto la figura de su presidente se convirtió, incluso para sus votantes, en un arma de desafección masiva. Por eso agudizar el contraste con Rajoy es ahora singularmente funcional para Sánchez. No solo por una cuestión de imagen, sino porque prolongar la pulsión ‘antimarianista’ que lo catapultó al poder es lo único que le garantiza, por el momento, los apoyos imprescindibles para gobernar en extrema minoría.
El nuevo Gobierno es muy consciente de que Cataluña sigue siendo el problema más grave de España. En él se juega, más que en ningún otro asunto, el éxito o el fracaso de su gestión. Por eso Sánchez ha enviado un mensaje para quien quiera recibirlo: yo apoyé a Rajoy, pero no soy Rajoy. Es lo que su ministra del ramo fue a decir a Barcelona este fin de semana.
El conflicto de Cataluña se prolongará durante mucho tiempo, pero no siempre en fase incandescente. Tras nueve meses traumáticos que convulsionaron al país y llevaron al Estado al borde del precipicio, hay un visible cansancio social y una necesidad de distensión en ambos lados. Admitiendo que no hay a la vista solución para el problema de fondo, casi todos prefieren pasar del enfrentamiento desbocado a un período de tensión controlada, aunque sólo sea por recuperar fuerzas para la siguiente batalla. Nada agota tanto como pelear sin esperanza de victoria.
El Gobierno de Sánchez está en mejores condiciones que su antecesor para administrar esa tregua. Porque la presión de su base electoral es menor que la del PP, sometida además a una OPA hostil de Ciudadanos; porque el 1 de octubre Rajoy agotó su crédito y se quedó sin espacio para cualquier movimiento apaciguador; y porque el PSC es de más ayuda como colchón que el casi extinto PP de Cataluña. Quienquiera que sea designado formalmente para el puesto, Miquel Iceta oficia ya de hecho como delegado político del Gobierno en Cataluña.
Superado el 155, el Gobierno anuncia que levanta el control previo de los gastos de la Generalitat. Que está dispuesto a negociar las reclamaciones que en su día presentó Artur Mas (todas, menos el referéndum de autodeterminación). Que podría reconsiderar algunos de los recursos del gobierno anterior contra leyes del Parlament, la mayoría por razones competenciales. Anticipa un próximo encuentro del presidente del Gobierno con el de la Generalitat (como con todos los demás presidentes autonómicos). Y recuerda que su límite infranqueable es la Constitución.
Todo ello parece razonable. Y lo sería mucho más si hubiera tenido la precaución de informar previamente al PP y a Ciudadanos, que compartieron con el PSOE la defensa de la legalidad frente a la insurrección y deberán seguir haciéndolo.
Tras nueve meses traumáticos que convulsionaron al país y llevaron al Estado al borde del precipicio, hay un visible cansancio social
Llevado por la euforia del momento, este Gobierno podría caer en dos tentaciones muy peligrosas:
La primera sería alentar expectativas imposibles de satisfacer. Desde el primer minuto se ha vestido con el vistoso ropaje de un gobierno mayoritario que estrenara legislatura y tuviera cuatro años por delante para desarrollar su programa. Pero lo cierto es que, más allá de lo gestual, muchos de los propósitos así proclamados no son realizables en sus condiciones y con el tiempo disponible. Más bien hay que tomarlos como precuela del próximo programa electoral del PSOE (el propio Gobierno tiene esa condición de señuelo promisorio de un tiempo mejor).
Sánchez sabe de sobra que, en las circunstancias actuales, no existe la menor posibilidad de poner en marcha la reforma constitucional, y que utilizar la ‘mayoría Frankenstein’ para reformar de hecho el Estatuto de Cataluña por la puerta falsa de las leyes orgánicas es una maldita locura. Y si no lo sabe, hay que preocuparse aún más.
Este conflicto va a continuar, el Estado tendrá que hacer frente a nuevos desafíos. No basta con apelar al sentido de responsabilidad de los demás, hay que demostrar el propio. Todas las fuerzas constitucionales deben seguir igualmente implicadas, y Sánchez no debería tomar una sola decisión relevante respecto a Cataluña sin conocimiento previo –al menos- del PP y de Ciudadanos. Es más, ahora tiene una buena ocasión para invitar a subir al carro a Podemos, lo que resultaba más difícil para Mariano Rajoy. A estas alturas, Iglesias debería estar escarmentado de sus devaneos con el ‘procés’.
Este conflicto va a continuar, el Estado tendrá que hacer frente a nuevos desafíos
La oposición también tiene su parte de responsabilidad en esto. En las crisis de Estado, conviene que cada partido acalle a sus jabalíes. Convertir el tema de Cataluña en desestabilizador caballo de batalla contra el Gobierno, sacar del baúl el lenguaje incendiario de los tiempos de las recogidas de firmas y montar una competición entre PP y Ciudadanos por quién jalea más y mejor al nacionalismo carpetovetónico no puede ser una buena idea para España. Entendamos, por favor, que el único ‘vendepatrias’ de esta historia está en Berlín.