JUAN JOSÉ TORIBIO ES PROFESOR DEL IESE, UNIVERSIDAD DE NAVARRA – ABC – 24/09/16
«El colapso económico lo cambió todo excepto, al parecer, la mentalidad de muchos de nuestros políticos y algún que otro sindicalista, a quien alguien debería enseñar los fundamentos de la economía moderna»
Se cumplen ahora ocho años desde que el Gobierno de los Estados Unidos, actuando selectivamente, permaneció pasivo ante la situación apurada del banco de inversión Lehman Brothers y permitió su quiebra. Con ello, se dio el pistoletazo de salida a una crisis que, por otra parte, habría sido inevitable, pues la economía financiera venía presentando síntomas alarmantes desde el año anterior.
No son estos el lugar ni el momento para analizar los elementos y causas de aquella crisis, ni siquiera para repasar sus efectos inmediatos. Se ha hecho ya hasta la saciedad. Puede ser oportuno, sin embargo, reflexionar sobre algunos cambios sociales y económicos profundos que desde entonces, y como consecuencia de la propia crisis, han tenido lugar no sólo en España, sino en la mayoría de los países avanzados.
Para empezar, la crisis ocasionó la destrucción de una parte importante del tejido productivo. Sólo en España desaparecieron casi doscientas mil pymes, así como varias sociedades de mayor dimensión, y más de setenta instituciones bancarias. Todo un cúmulo de empresas y actividades que no han vuelto a reactivarse y cuya eliminación ha modificado el paisaje económico de nuestro país. Una nueva generación de jóvenes, al corriente del cambio tecnológico, ha otorgado horizontes distintos a la iniciativa emprendedora, pero de los caídos en la crisis no ha vuelto a tenerse noticias.
El impacto de aquel derrumbe fue catastrófico para el empleo, especialmente en España, cuya sociedad prefirió soportar la pérdida de tres millones y medio de puestos de trabajo antes que aceptar cualquier disminución de las retribuciones, que habría adaptado los salarios a la nueva coyuntura bajista, como ocurrió en otras economías. El debate sobre salarios y paro ni siquiera se suscitó, porque la rigidez de la legislación laboral española impedía el ajuste vía precios del factor trabajo y, en cambio, dejaba la puerta abierta al desempleo masivo. A partir de 2012, el Gobierno del Partido Popular abordó una reforma parcial del mercado de trabajo, pero el daño ya estaba hecho.
Puede afirmarse que el paro generó un aumento sustancial, aunque meramente pasivo, de la productividad, y con ello, una disminución de los costes laborales por unidad de producto, sentando así las bases para recuperar (¡a qué coste social!) la competitividad y el dinamismo de la economía española. Con todo, de los tres millones y medio de empleos perdidos, apenas se ha recuperado la tercera parte. Sorprendentemente, ningún político parece exigir que se profundice en la reforma del mercado de trabajo, sino, por el contrario, se plantea una marcha atrás en lo ya conseguido. El colapso económico lo cambió todo excepto, al parecer, la mentalidad de muchos de nuestros políticos y algún que otro sindicalista, a quien alguien debería enseñar los fundamentos de la economía moderna.
Por esta y otras vías, la crisis alteró seriamente el escenario de la distribución de la renta en la mayoría de los países desarrollados, España incluida. Claro que este cambio distributivo se habría producido de cualquier modo, a impulsos de la globalización y de la revolución tecnológica. En los textos de Economía, y desde 1941, el llamado teorema de Stolper-Samuelson ya advertía de que cualquier apertura al comercio internacional (como el después generado por la globalización) altera la distribución de las rentas en cada uno de los países involucrados. Sólo un año después, Joseph Schumpeter asignaba ese mismo papel redistributivo al progreso tecnológico y a su «destrucción creadora». El cambio en la distribución de las rentas estaba, pues, en marcha, pero la crisis iniciada tras la caída de Lehman Brothers, y sus efectos sobre el empleo, aceleraron bruscamente ese proceso, con las consecuencias que cabía esperar en el orden social y político.
Estos movimientos tectónicos en las bases económicas de nuestra sociedad se reflejan en el pensamiento académico, que busca (con poco éxito, hasta la fecha) nuevos paradigmas que apuntalen y aseguren la libertad de los mercados, haciéndola compatible con una dosis mucho mayor de estabilidad financiera. Cómo armonizar libertad económica (fuente de crecimiento y progreso) con estabilidad social ha constituido, desde siempre, una prioridad del pensamiento económico.
Por el momento, sin embargo, lo único que advertimos es un claro abandono de la racionalidad que siguió al colapso del comunismo, en favor de una primacía otorgada a la emotividad, que se refleja tanto en el campo de la economía como en el de la sociología y la política. Basta repasar los últimos premios Nobel de Economía (Angus Deaton) o los de la Fundación Princesa de Asturias (Esther Duflo) para valorar hasta qué punto la preocupación por la distribución de rentas se ha impuesto sobre antiguas prioridades otorgadas al estudio del crecimiento económico, la inversión, el cambio tecnológico o los desequilibrios internacionales. La sociedad ha devenido sentimentaloide, lo que desconcierta y desorienta a los propios economistas, habituados al cálculo racional.
Ese mismo espíritu se ha reflejado en una precipitación y una urgencia excesivas para superar los efectos inmediatos de la crisis, a través de políticas irracionalmente expansivas, tanto en la actividad directa del sector público como en el ámbito monetario y financiero. En cuanto a lo primero (política fiscal), baste señalar que, en el año inicial de la crisis, el déficit presupuestario de Estados Unidos se elevó en once puntos porcentuales de PIB, mientras el de la Eurozona lo hacía en casi siete puntos, el de Japón en ocho y el de España en trece. Todo un vuelco. Aunque de mala gana, se han hecho después esfuerzos por reequilibrar la situación, pero sin poder impedir que las deudas de los gobiernos superaran niveles difícilmente imaginables hace sólo una década, lo que despierta una inquietud creciente ante el problema que estamos legando a generaciones posteriores.
La misma o mayor perplejidad se suscita en el ámbito monetario, donde los excesos de los bancos centrales han desbordado todo lo inicialmente esperable, hasta deparar intereses negativos, es decir, hasta hacernos pagar por el dudoso privilegio de prestar a otros. ¿De verdad hay quien lo entienda? Si preguntamos al ciudadano medio, nos dirá intuitivamente que el crecimiento económico no puede estar basado durante mucho tiempo en la mera impresión de billetes o en la simple generación de apuntes contables en los balances del sistema bancario. Ni la máquina de imprimir ni las simples pulsiones digitales son bases firmes para la recuperación económica, según un razonable sentido común.
Pero esa es la situación en la que nos encontramos. En el boom de principios de siglo, dirigir empresas suponía impulsar el crecimiento. Tras la crisis, el reto pasó a centrarse en la gestión del ajuste. Hoy, con todo este cúmulo de perplejidades, liderar instituciones consiste, más que antaño, en afrontar las incertidumbres propias de un territorio nunca antes explorado.
La crisis de Lehman Brothers cambió la sociedad. Por supuesto que sí.
JUAN JOSÉ TORIBIO ES PROFESOR DEL IESE, UNIVERSIDAD DE NAVARRA – ABC – 24/09/16