Javier Zarzalejos, EL CORREO, 03/11/12
Se juega a la vez con imágenes agresivas de independencia mientras se habla de interdependencia; se apuesta por las fronteras al mismo tiempo que se dan por superadas en la Europa de hoy.
Es fácil observar en el catalanismo un sentimiento muy extendido de autocomplacencia sobre las formas en que se desarrolla la política en Cataluña por contraposición a la rudeza y crispación con que se conducen en ‘Madrid’. Hay en ello bastante de recreación narcisista en la imagen del ‘oasis catalán’ en el que se construye una identidad de ‘seny’ y prudencia burguesa, de madurez política y cohesión social que no dejan espacio a la autocrítica. El catalanismo en su pretendida ‘finezza’ –no hablemos de su versión extrema, el nacionalismo independentista– se cree libre de cualquier atribución de vicios políticos mundanos propios de la escasa calidad de la política mesetaria. Por eso la mayoría de las crónicas que se leen en Cataluña, con una disciplinada coincidencia, insisten en el retrato arnichesco de un ‘Madrid’, sinécdoque de España, de mesones grasientos, cabezas de toro colgadas en las paredes y cuatro millones de personas viviendo en el Arco de Cuchilleros oliendo a guiso de gallinejas.
La caricatura lo es en ambas direcciones: la que distorsiona los rasgos de la política catalana hasta una idealización pueril que se convierte en displicencia hacia los otros, tanto como el estereotipo degradado del adversario. El asunto es importante porque esa caricatura, junto con el mantra del ‘expolio fiscal’, son los componentes esenciales del relato que los nacionalistas catalanes han fabricado, con un considerable éxito de público, como coartada para la ruptura.
Y sin embargo, es innegable que en Cataluña se da la corrupción, una corrupción transversal, sigilosa y fraterna; una corrupción presentada muchas veces como patriótica –puestos a expoliar que sea el Palau– y, tal vez por ello, poco estimulante para la curiosidad periodística. Tampoco es un timbre de gloria el que sea precisamente en Cataluña donde las expresiones políticas xenófobas de fuerzas marginales han conseguido un respaldo electoral que no han encontrado en ninguna instancia en el resto de España. La tolerancia y la mesura de la política en Cataluña naufragaron cuando la exclusión antidemocrática se hizo programa de gobierno en el ‘pacto del Tinell’ y en el notario al que acudió Mas para solemnizar su compromiso de no llegar a ningún acuerdo con el Partido Popular.
Ahora resulta curioso que cuando la puja independentista del nacionalismo catalán quiere rentabilizar esa imagen de estupendos, las carencias del oasis empiezan a ponerse de manifiesto.
Empezamos con el «España nos roba», un disparate calumnioso y falso que permite dudar de la finura que los glosadores del nacionalismo reclaman para éste. Seguimos con la investidura mesiánica de Artur Mas jaleado por un coro de retórica caudillista que nada tiene que ver con la madurez cívica que se atribuyen. Y todo ello flotando en un plasma conceptual que escamotea la verdad de lo que pretende el independentismo.
Se crea la ilusión de una separación de terciopelo con aterrizaje inmediato en la Unión Europea. Y no es verdad. Una Cataluña independiente ‘sí o sí’ quedará indefinidamente fuera de la Unión Europea y del euro. Cataluña tal vez podría ser Kosovo –siguiendo el precedente torpemente esgrimido por la Generalidad– pero, desde luego, no Luxemburgo. Se juega a la vez con imágenes agresivas de independencia mientras se habla de interdependencia; se apuesta por las fronteras al mismo tiempo que se dan por superadas en la Europa de hoy. Rodando por esta pendiente, el programa electoral que ha aprobado CiU es coherente: oscila entre el arrebato onírico, la ocultación y el insulto a la inteligencia que es en lo que estamos. Caben serias dudas sobre la calidad democrática y el respeto cívico de un debate que la máxima autoridad de Cataluña ha abierto afirmando estar dispuesto a vulnerar la legalidad democrática en virtud de la cual gobierna. Calidad democrática que también se echa en falta en ese «atente a las consecuencias» que Mas espetó al presidente Rajoy tras rechazar éste la exigencia de ‘pacto fiscal’ que planteó el líder nacionalista.
Cegado el independentismo por esa ensoñación típicamente nacionalista que cree que no hay sociedad porque todo es ‘pueblo’, las expresiones de pluralidad en Cataluña son tratadas de manera creciente como disidencias anti patrióticas y la contestación al proyecto soberanista como una patología de inadaptación social e histórica. Los socialistas se creen obligados a pagar el peaje de la autodeterminación –lo de ‘derecho a decidir’ es un artificio– mientras en el PP hay quienes confían –con poca convicción, es cierto– en que, al final, todo esto se resuelva negociando sobre el dinero, lo que también se considera una forma muy catalana de dar salida a los problemas.
La pretensión totalizadora del nacionalismo, agravada hoy hasta manifestaciones delirantes, lleva a sus cultivadores a poner el grito en el cielo cuando se evoca el riesgo que este proceso conlleva para la propia cohesión interna de Cataluña. Pero, les guste o no, ese riesgo de fractura interna es mucho mayor, más real y más verosímil que el que genera Mas para la unidad de España. En este caso, habría que dar la vuelta al proverbio y ahora que el dedo (de Mas) señala a la Luna, lo sensato sería mirar al dedo.
Javier Zarzalejos, EL CORREO, 03/11/12