Gregorio Morán-Vozpópuli
- Ya nada será igual, pero no sabemos en qué ni cómo. Apenas conocemos los efectos. Al miedo se ha sumado el hermanastro preferido de los momentos críticos: la tristeza
Ya nada será igual. Lo repiten hasta la saciedad y empieza a ser un tópico, pero nadie hace el más mínimo esfuerzo mental para describir lo que se está desmoronando y lo que no acaba de nacer. ¿Las consultas telemáticas? Algo tan nebuloso e inquietante como intentar comunicarse y no conseguir hablar con alguien que te dé respuestas a lo que deseas preguntar. Lo más desolador no está en que nos engañen, sino en nuestra capacidad para engañarnos a nosotros mismos.
Ya nada será igual, pero no sabemos en qué ni cómo. Apenas conocemos los efectos. Al miedo se ha sumado el hermanastro preferido de los momentos críticos: la tristeza. Con la epidemia ha llegado un tsunami que lo está cubriendo todo, una sensación de soledad que no hay individualismo capaz de superarlo. Antes nuestro tiempo podía calificarse, al menos en las sociedades asentadas, como el reino de la irresponsabilidad y la preponderancia del ego, pero nuestra condición de animales vulnerables ha limitado la irresponsabilidad hacia lo ilegal y con un efecto colectivo que afecta a la sociedad como la pandemia que es. Ser ahora un irresponsable constituye un juego de azar con alto riesgo y nosotros llevábamos muchos años valorando la irresponsabilidad como un acompañamiento de la libertad; porque éramos únicos, o eso nos hacían creer.
Generaciones enteras ya no son hijos de ninguna posguerra, felizmente, aunque tenga sus consecuencias. Si todo estaba permitido ¿a qué viene ahora ese rigor inquisitorial que castiga a los que lo creyeron e imbuye de furor a quienes se sienten amenazados? En esa división social e ideológica entre los mayores y los jóvenes no hay posible victoria, ni siquiera la eventualidad de una revolución. Le faltan sujetos. Aparece el flagelo del hambre, pero de momento sólo lo instrumentalizan las derechas arrebatadas por más que nos amenace el caos. Las clases sociales están fraccionadas, y lo que para unos es su vida para otros es su final. Queda la ira flotando entre unos y otros, porque estos tiempos llamados nuevos traen la más vieja de las enfermedades hereditarias; la pobreza en la pendiente hacia la miseria.
Se solicita romper con los afectos, aferrarse a la salud individual y dejar aquellas boberías de la prevención del rebaño a quien no le quede otra opción que admitir las verdades incontrovertibles. Nunca estuvo tan presente una palabra nunca pronunciada. El suicidio»
Es un señuelo decir sólo que ya nada será igual. Hay que añadir que todo será peor. El derecho a decirlo lo consiente el que no nos dediquemos ni a la política, esa actividad única que carece de otro riesgo que no sea la disidencia, ni a la futurología, una práctica con escaso futuro, pero mucho presente. En épocas de aflicción ya se dijo que no hay que hacer mudanzas, pero siempre se oculta que la deriva conservadora, incluso reaccionaria, tiene su momento de gloria. Hay que proteger lo que uno ha conseguido. Un conservadurismo discreto, que no llame la atención para no provocar a esa mayoría silenciosa que no tiene más remedio que dejar de estar callada y gritar que está en juego la vida de los suyos. Y esto ocurre en un momento en el que se solicita romper con los afectos, aferrarse a la salud individual y dejar aquellas boberías de la prevención del rebaño a quien no le quede otra opción que admitir las verdades incontrovertibles. Nunca estuvo tan presente una palabra nunca pronunciada. El suicidio.
El número de suicidas en España es uno de los secretos mejor guardados. Igual que se llegó a un acuerdo para que las imágenes de muertos y morgues se evitaran en los medios de comunicación, algo similar tiene que haber ocurrido con los suicidios. Todos, empezando por los brillantes intelectuales patrios, se jactan de mirar a la muerte cara a cara, sin pavores atávicos. Pero ocurre que hablar de muertos está considerado algo ofensivo, tanto como una depravación dirigida a una sociedad que debe seguir creyendo en los fallecidos como víctimas de un accidente. El domingo se “festeja” en España el homenaje a los familiares desaparecidos, al que se ha encontrado una definición digna de Freud, “día de Todos los Santos”. Se va a cementerios y se depositan flores en las tumbas de los seres queridos. Yo soy hijo de la terrible posguerra y tengo recuerdos de ese día que no podré olvidar nunca, que nos marcan como el ADN, porque entre otras singularidades había que llevar flores a dos cementerios vecinos: el religioso y el civil. Pocas cosas separan a los vivos más que sus propios muertos.
Somos la primera generación en la historia que tiene prohibido tocarse, no ya saludarse o abrazarse, y carecemos de recursos que sustituyan el cariño o la simpatía»
Como nada ya será igual este año no sé qué admoniciones se regirán en los camposantos, pero el símbolo queda ahí, como un emblema del pasado, porque el presente es opaco y el futuro una eventualidad. No son los fallecidos precisamente la imagen más real de lo lúgubre. Es la cotidianeidad la que hace resaltar aquello que más pretendemos ocultar. Los amigos han ido ensombreciéndose en la distancia de ansiosas charlas telefónicas. De pronto las amistades, las familias, se desvanecen, los ancianos son ejemplares de alto riesgo, como si habitaran en zoológicos donde sólo se pueden contemplar en la distancia, y los nietos cada vez se reducen más a una fotografía a la que damos vida como si se tratara de un icono o un retrato en sepia. Y resulta que ellos, aseguran, son el futuro, la vida, la alegría, en fin, ese montón de tópicos que ahora se han ido diluyendo para convertirse en inefables recuerdos.
Hemos entrado en el ocaso de los afectos y no sabemos cómo habrá de paliarse esa carencia. Somos la primera generación en la historia que tiene prohibido tocarse, no ya saludarse o abrazarse, y carecemos de recursos que sustituyan el cariño o la simpatía. Pero no se atreva a decirlo porque le llamarán pesimista, como si el engañarse fuera una nueva variante de la risa. No hay razones y menos aún motivos para reírse; he conocido gente simpática que no reía nunca porque no estaba en su carácter. Las únicas risas permanentes de la infelicidad ajena son las de la hiena. Por eso el afecto, el cariño, el amor tiene infinitas maneras de manifestarse; está ligado a nuestra individualidad, ésa que está amenazada quizá porque hay demasiada en el mercado de los sentimientos y las ambiciones.
Ocurre con la risa algo que está ligado al ridículo. Bergson hizo un tratado sobre eso, pero lo nuestro es tan carente de sentido que donde antes hubiéramos estallado en carcajadas ahora nos limitamos a un gesto de desdén. Lo sentí al enterarme que la Generalitat de Cataluña aspira a crear un Agencia Espacial, como la NASA, pero con espardeñas. Ya nada será igual. Ni siquiera sonreí.