- Una nueva clase de activismo ha irrumpido en la vieja discusión para recordarnos qué es en verdad la cultura: aquello que odian los que reniegan de la condición humana
Definir qué es la cultura no es tan fácil como pueda parecer a primera vista; hay de hecho una buena colección de definiciones muy variadas, reverentes y corrosivas. En nuestro propio terruño, José Ortega y Gasset escribió en alguna parte de su vasta obra que es la natación que nos permite flotar sin hundirnos en la existencia, y Rafael Sánchez Ferlosio denunció la impostura de esos Gobiernos seudocultos que dicen «en cuanto oigo la palabra cultura extiendo un cheque en blanco al portador».
Pero una nueva clase de activismo ha irrumpido en la vieja discusión para recordarnos qué es en verdad la cultura: aquello que odian los que reniegan de la condición humana. Cierta izquierda sedicentemente ecologista ha metamorfoseado en tomatazo a las obras maestras de los museos el cheque en blanco socialista de Ferlosio. Después, y ante los medios debidamente convocados, los activistas se encolan a la pared o al marco de las Majas de Goya. Y todo para “salvar el planeta”.
Somos animales culturales, aunque unos más una cosa que otra
Los humanos somos si no los únicos animales culturales -hay modestas culturas primates, cetáceas y de otras especies- sí, con diferencia, los más culturales de todos. Gracias a la evolución natural, dependemos tanto de la cultura que sin ella moriríamos, pues la conciencia, inteligencia, memoria, aprendizaje y educación tienen más peso y trascendencia en nuestra vida que los instintos innatos de base genética.
Incluso ha cambiado nuestro físico: la necesidad de un gran cerebro capaz de alojar esa cultura indispensable prolongó la neotenia infantil porque la cabeza proporcional apenas pasa por el canal del parto a los nueve meses de edad, y el desarrollo cognitivo requiere de bastantes meses adicionales para que la criatura dependiente comience a caminar, hablar y desarrollar la conciencia y el pensamiento con todas sus complejidades. Así que somos animales culturales por naturaleza.
La libertad mental es la consecuencia y propiedad de la cultura, e incluye hasta la libertad de rebelarse contra la cultura misma o el odio a esa libertad. Es la opción de colectivos como Extiction Rebellion o Futuro Vegetal. Estos nuevos apóstoles del vandalismo anticultural han logrado notoriedad invadiendo museos donde, concertados con periodistas desesperados por el clickbait en internet, sus activistas atacan obras de arte y después se encolan a la pared o al marco.
Sin duda son típicos exponentes del radicalismo ideológico de los privilegiados (parece que cuentan con la financiación de vástagos de familias superricas y de los famosos ‘woke’ habituales) y han salido de la verborrea climática catastrofista de los Al Gore y Greta Thunberg, pero la pregunta es qué ocupa su cabeza para renegar de la condición humana e identificarse más con calabazas, peras y alcornoques, sus estáticos referentes morales, que con la larga historia cultural que nos ha hecho tal y como somos, incluso a ellos: capaces de lo mejor y de lo peor. Y ellos han elegido vandalizar el arte, que simboliza la libertad de crear.
No tengo ninguna duda de que los vándalos pronto serán invitados a Kassel o Basilea y exhibidos en los circuitos más exclusivos, mientras sus latas usadas de tomate alcanzarán precios extravagantes
Elegir los museos para el activismo descerebrado no es solo una elección mediática justificada por el impacto publicitario. En nuestra cultura secularizada, los museos son las nuevas catedrales y templos, sedes de lo que consideramos sagrado para todos y, por tanto, intocable, pues lo que define realmente la sacralidad de algo es el tabú de tocarlo o de consumirlo sin ciertas normas y actitudes. Es lo que pasa con las obras de arte consideradas maestras, es decir, modelos llenos de enseñanzas.
Pero el arte, unido al mercado cultural, tiene una capacidad casi ilimitada de asimilar cualquier cosa, anti arte y burla del arte incluidas. ¿Ocurrirá lo mismo con la última vandalización?: no tengo ninguna duda de que los vándalos pronto serán invitados a Kassel o Basilea y exhibidos en los circuitos más exclusivos, mientras sus latas usadas de tomate alcanzarán precios extravagantes como reliquias de la nueva religión climática, al estilo de las latas de caca de Piero Manzoni. Eso integrará la protesta en la cultura que detestan, pero no su significación moral.
Verter tomate sobre un Van Gogh es un ataque al orden moderno de lo sagrado y público, inaugurado con las acrópolis y santuarios de la Grecia clásica y continuado en los siglos posteriores. Pretende demostrar que nada hay sagrado fuera del planeta que llaman a salvar con trompeta apocalíptica. Es pura megalomanía: aunque la humanidad se extinguiera como especie, para lo que tantas facilidades damos, ni el planeta ni la vida desaparecerían, solo acabaría nuestra antropización, que todo lo humaniza, aunque se deshumanice a sí misma.
Ninguna de estas acciones vandálicas salvará nada, ni mejorará la consciencia pública sobre los riesgos medioambientales y climáticos. Lo que sí consiguen es animar el negacionismo y desprestigiar la investigación científica de los cambios climáticos peligrosos y de las medidas urgentes para afrontarlos, casi tanto como las lujosas reuniones mundiales de cargohabientes para divagar sobre el tema a un coste medioambiental exagerado.
Lo que sí consiguen es animar el negacionismo y desprestigiar la investigación científica de los cambios climáticos peligrosos y de las medidas urgentes para afrontarlos
También consiguen profundizar en la pérdida de sentido del concepto de cultura al presentarla como un peligro para el planeta. El caso es que el cambio climático no acabará con la Tierra, pero acabar con la cultura con la excusa de salvarla sí puede acabar con nosotros.
La mejor defensa de la cultura es dejarla en paz
La cultura no necesita leyes de derecho a la cultura, como la presentada por Más Madrid, que promueve este objetivo vacío: “asegurar la independencia cultural y el enfoque transversal de la cultura” (sic). En rigor, es como presentar una Ley del Derecho a Respirar, que es algo vital, pero no es un derecho, sino el requisito de la existencia. Y nadie va a ser más culto porque una ley lo diga, sino por cultivarse.
Uno sospecha que la conversión de la cultura en otro derecho regulado es otro modo de limitar nuestra libertad cultural para que sean Estados y Gobiernos quienes decidan la cultura que nos conviene y cómo debemos usarla, como la salud en tiempos de pandemia y confinamiento. La única legalidad cultural aconsejable y necesaria es la que deje trabajar a la cultura en paz, respetando su libertad y también el carácter sagrado del gran arte como testimonio de lo genuina e irreductiblemente humano: la capacidad de crear y de espiritualidad.