José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • Los regímenes democráticos caen a veces desplomados, sin revoluciones y sin urnas constituyentes. Casi de forma subrepticia. Como en 1931

“La rebelión sentimental de las masas, el odio a los mejores, la escasez de estos, he aquí la razón verdadera del gran fracaso hispánico” (España invertebrada, de Ortega y Gasset). 

Interesante el estudio sobre la confianza en la sociedad española que ha elaborado y que acaba de publicar la Fundación BBVA basado en 4.000 muestras muy bien segmentadas. Es una radiografía sociológica valiosa porque, en lo que se refiere a la fiabilidad de las instituciones, es coherente con el ambiente general del momento. Las que recaban más confianza son la sanidad pública, la policía, el Ejército y las organizaciones ecologistas. Las menos confiables son los partidos políticos, los bancos, las redes sociales, los sindicatos y el Gobierno. Lamentablemente, la percepción de corrupción en la vida política está generalizada: ocho de cada 10 consultados así lo declaran.

Hace un siglo, en 1922, José Ortega y Gasset publicó como ensayo España invertebrada, un conjunto de trabajos periodísticos que, al aunarlos, alumbraron un texto de referencia. Como bien escribe el brillante catedrático de Historia Contemporánea Juan Francisco Fuentes («Meritocracia y cuestión territorial. En el centenario de España invertebrada«, en Cuadernos del Círculo Cívico de Opinión de 30 de octubre de 2022), el filósofo madrileño refirió la invertebración no solo a la cuestión territorial sino, principalmente (el 54% de su obra), a “la ausencia de los mejores”. Así pues, la “invertebración” a la que se refería Ortega tenía que ver con “la falta de liderazgo por parte de quienes, según el autor, deben ejercerlo para que un país disfrute de la necesaria cohesión”. Y sigue el profesor Fuentes: “A ello se añadía el particularismo que imperaba en ciertas esferas de la vida pública por la actuación de sectores muy influyentes que anteponían sus reivindicaciones corporativas al interés general”.

Ciertamente, y como sugiere nuestro historiador, quien lea hoy el ensayo orteguiano podría referirlo a lo que ocurre en España en este tiempo histórico. Y no andaría desencaminado porque, como afirmaba el filósofo, concurren en nuestra sociedad la ausencia de los mejores y la abdicación de las minorías egregias, lo que conducía entonces, y lo hace ahora, a la descomposición nacional. Es por completo cierto que en la política se produce una selección inversa: acuden a ella los peores, que se instalan en lo público como un modus vivendi y atacan la meritocracia porque en ellos no existen méritos reconocibles para desempeñar las responsabilidades que se les atribuyen. Existe, como hace 100 años, y recordando a Ortega, el odio a los mejores. Aunque Juan Francisco Fuentes ofrece una pincelada final de optimismo: “Es difícil que una clase política de baja calidad, como la española en nuestros días, pueda hundir por sí sola una democracia consolidada. Necesitará para ello algo más que su incompetencia por grande que sea”.

Ante el espectáculo que se contempla en el Congreso de los Diputados, ante la falta de preparación técnica de nuestra clase dirigente —con escasas excepciones—, ante los comportamientos arbitrarios con que se conducen, no es extraño que la invertebración de España podamos leerla hoy como hace 100 años en las páginas de Ortega y que el particularismo de las élites españolas sea, en realidad, un ejercicio destructivo de la arquitectura constitucional y cívica de los españoles.

Conviene advertir de algo mucho más serio: un año después de la publicación de España invertebrada se produjo la dictadura de Primo de Rivera (1923) y nueve años después (1931) la proclamación de la II República, el exilio de Alfonso XIII y el derrumbe completo del régimen de la Restauración a manos no solo de la izquierda, sino también de amplios sectores de la derecha. ¿Estamos en las mismas? Vamos por ese camino con las pautas populistas del siglo XXI: la mutación derogatoria de la Constitución de 1978. ¿Hay que recordar que la II República advino tras unas elecciones municipales? Los regímenes democráticos caen a veces desplomados, sin revoluciones y sin urnas constituyentes. Casi de forma subrepticia. Como en 1931. 

Esteban Hernández ha escrito un ensayo que incursiona en este centenario orteguiano. Se titula El rencor de clase media alta y el fin de una era (editorial Foca) y como perspicaz intelectual entiende la invertebración no tanto como una referencia a la inacabable cuestión territorial española —que también—, sino como una alusión a las élites. En dos de sus capítulos, no puede ser más claro: “Cuando un país —escribe Hernández— no es fuerte, incluso las clases con más poder y recursos terminan ocupando un espacio subordinado. Y estas, en lugar de plantear vías de salida que refuercen las capacidades españolas y que, con ello, mitiguen su papel secundario, han emprendido una huida individual, a menudo a costa del territorio en el que viven. Su desprecio por el carácter nacional no es más que inacción culpable. Al establecer un marco fijo, este país es así y no tiene solución, sus acciones particularistas quedan justificadas: pueden mirar por sus propios intereses sin ningún remordimiento”.

La reflexión de ambos autores es atinada, añadiendo Hernández un factor adicional muy preocupante: el rencor que en las clases medias genera la frustración de sus expectativas, que vuelcan hacia realidades que —como la inmigración— favorecen excrecencias: la xenofobia y la insolidaridad. Este es el momento Ortega, el regreso de esa invertebración española que es descomposición nacional.

La cuestión territorial —sea Cataluña, País Vasco y tantas otras expresiones de particularismos historicistas e identitarios que componen la negación de la ciudadanía— se debe también a la ausencia de una clase dirigente (los mejores) que terminó por llevarse por delante el régimen de la Restauración canovista y la Constitución de 1876 y que ahora amenaza la integridad de un sistema democrático que se deteriora después de haber constituido con la transición un éxito histórico que se minusvalora por los adanes del populismo de distinta laya. Y de la responsabilidad de ese maltrato a la Carta Magna, por unas razones o por otras, no se salva ni un solo partido. Véase la obscenidad del Gobierno y de los separatistas catalanes, rescatándose mutuamente en un ejercicio de fraude constitucional del que no teníamos precedente desde 1978. Véase también la Constitución asaltada por la puerta de atrás.