Francesc de Carreras-El País
Que el vicepresidente del Gobierno critique a la prensa con nombre y apellidos es algo propio de las democracias iliberales, es decir, con tendencia a la dictadura
Cuando un hincha del Barcelona prefiere que pierda el Real Madrid a que gane su equipo (o viceversa, claro), allí hay una relación de odio, de odio al otro, probablemente inofensivo, infantil si se quiere, pero peligroso porque puede aplicarse a otro tipo de relaciones. En la política española, como crece la hierba, casi sin percibirse, se está introduciendo peligrosamente el odio, un sentimiento contrario a la democracia, a la democracia liberal por supuesto, la única realmente existente.
Efectivamente, las bases de esta democracia las situamos en la tolerancia, el respeto al modo de pensar del otro, un principio moral que aparece en Europa con personajes tan insignes como Erasmo, Spinoza y Locke, entre otros. Después vinieron la Ilustración y el liberalismo: la tolerancia estuvo en el centro de estas corrientes políticas. Hoy esta idea de tolerancia se empieza a quebrar en España aunque para resolver la difícil encrucijada en la que estamos es imprescindible. Necesitamos acuerdos y consensos, algo imposible sin esa virtud política. Por el contrario se introduce en el discurso de los políticos, de los medios de comunicación y de las redes sociales, el odio. Quien insulta, odia; quien justifica el insulto, también.
El neurocientífico Ignacio Morgado, colaborador frecuente en estas páginas, incluye el odio como una de las emociones corrosivas, tanto en las relaciones personales como sociales. Muchas veces el odio nace de los prejuicios, del desconocimiento de la realidad: así la homofobia o el racismo. En política el odio proviene del fanatismo, de las creencias sin fundamento racional que presuponen la superioridad moral sobre el otro; también del victimismo, creerse siempre perjudicado por el otro para así no admitir culpas propias. El odio se autojustifica por la demonización del contrario: “Yo no quiero odiar a nadie, pero es tanto el mal que el otro nos provoca a todos, que no me queda más remedio que odiarle”.
Los odios provocan guerras. Carl Schmitt, un jurista antiliberal partidario de Hitler, fundamentó la política en el odio al otro: “La distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción amigo y enemigo”. Al enemigo se le odia, se le debe aniquilar porque es una condición necesaria para la propia supervivencia. Como en la guerra. Pues bien, si esta es la base de la actuación política de quienes se reclaman herederos intelectuales de Schmitt, caso de Podemos, el peligro se cierne sobre nosotros porque el odio corroe la convivencia pacífica. Que la prensa critique la actuación de los políticos es algo propio de las democracias liberales; que el vicepresidente del Gobierno critique a la prensa con nombre y apellidos es algo propio de las democracias iliberales, es decir, con tendencia a la dictadura.