RAÚL LÓPEZ ROMO-EL CORREO

  • El ataque a la comitiva del alcalde de Pamplona recuerda que la profunda huella del terrorismo y su violencia vicaria sigue presente

El odio es una emoción negativa que te lleva a desear e incluso a provocar el mal ajeno. Aunque sea un delito a menudo ambiguo, está recogido en el Código Penal cuando se incita a la discriminación o la violencia contra una persona o colectivo por prejuicios ideológicos, de orientación sexual, religión, color de piel o procedencia geográfica. El odio, que en política rima con el fanatismo y la intolerancia, es un combustible tan peligroso como útil. En su extremo, se puede utilizar para lograr lo impensable: matar a una persona que se interpone entre tú y tus objetivos. No por casualidad es una de las emociones que más referían sentir los miembros de ETA, según se deduce de las entrevistas a terroristas recogidas en ‘La lucha hablada’ o en ‘Patriotas de la muerte’.

Hay un pasaje de este último libro de Fernando Reinares en el que un etarra dice: «Además, al guardia civil ese, pasé yo la información de él (…). Sabía dónde andaba y todo, le conocía mucho. Y le odiaba a muerte». El mismo informante se refiere así a otro atentado: «Era tanto el odio que tenía contra él, que digo: ‘¡Dios, no se me escapa! No se me escapa’; y fui. Ése era un confidente (…). Yo, después de hacer lo que hacía, me quedaba como un señor y dormía como un rey».

Este tipo de ‘haters’, los asesinos, son los que han llegado más lejos en una cadena formada por tres eslabones sucesivos: pensamiento sectario-radicalización-violencia. Hay un camino que conecta esos tres estadios y que, si no se frena, cualquier individuo puede transitar.

Además, el odio se adhiere al tejido social como una garrapata; es, parafraseando el poemario de Miguel Hernández, «el rayo que no cesa». ETA ha dejado de matar, pero el resentimiento fomentado durante décadas por esta organización y por su entorno persiste en diferentes formas, sobre todo mediante un furibundo antiespañolismo. Como dice Joseba Eceolaza en ‘ETA, la memoria de los detalles’, hay que dejar de matar y luego hay que dejar de odiar. Si no, flaco favor hacemos a los objetivos de una convivencia sana y al fomento de unos valores cívicos.

Quienes jalearon el terrorismo no muestran, salvo excepciones, ninguna autocrítica

Ha pasado más de un año desde la apertura en Vitoria-Gasteiz de la sede del Memorial de las Víctimas del Terrorismo, una fundación pública que precisamente persigue las dos metas citadas. Hemos hecho un balance positivo de esta andadura por cuanto dicho centro ha contribuido a la conversación sobre un tema sobre el que demasiadas veces hemos callado.

No obstante, el debate no siempre ha sido sosegado y democrático. Junto con críticas legítimas (para eso existe, tiene que ser mejorado y no pasar desapercibido) han resurgido muestras de un resentimiento que, aunque episódico, es significativo y nos conecta con lo peor de tiempos pasados. Destacan las campañas de insultos y calumnias donde nos presentan como un lugar solo para las víctimas de ETA y donde además se homenajearía a franquistas.

Si este es el trato que dispensan a un espacio de recuerdo a las víctimas, qué no harán contra otros colectivos a los que la izquierda abertzale tradicionalmente ha estigmatizado. Un ejemplo lo acabamos de ver en Pamplona durante la procesión de San Fermín. La comitiva del alcalde, Enrique Maya, sufrió agresiones intolerables, con lanzamiento de vasos, escupitajos y gritos de «UPN kanpora» (fuera). Tres policías municipales resultaron heridos.

El terrorismo y sus formas de violencia vicarias (kale borroka, amenazas, entre otras) están aún cercanos y fueron tan graves que han dejado una profunda huella que durará generaciones. Quienes lo practicaron y quienes lo jalearon, que eran una minoría no desdeñable, son vecinos que no muestran, salvo excepciones, ninguna autocrítica. Si acaso lamentan no haber tenido más fuerza para imponerse.

Espacios como el Memorial recuerdan sus responsabilidades. En vez de asumirlas como adultos, reaccionan atacando. Sus actitudes demuestran dos cosas. Una, la necesidad de seguir trabajando en el (re)conocimiento de nuestro trágico pasado reciente. Y dos, el odio que aún anida aquí es el del nacionalismo vasco radical ligado a ETA. Otras formas de terrorismo tuvieron una magnitud inferior, pero fueron igualmente execrables; más cuando las impulsaron desde aparatos del Estado. Pero no tuvieron ni tienen respaldo ciudadano.