RICARDO ARANA-EL CORREO

  • El desconocimiento del terrorismo, de su alcance y del daño producido resulta en desamparo de los más jóvenes

El asesinato de Miguel Ángel Blanco que ahora se recuerda seguramente no es relevante más allá de su entorno próximo. Como las otras muertes producidas por la violencia terrorista en Euskadi o fuera de Euskadi. Y en cualquier caso, son sucesos ya resueltos sobre los que no merece la pena detenerse, o simplemente son irrepetibles, porque no hay ningún riesgo de que puedan volver a producirse. Por doloroso que sea para sus allegados, no merece la pena su conocimiento y análisis, ni tampoco el cultivo de su rechazo.

Por eso seguramente la violencia terrorista y el reconocimiento a sus víctimas ha desaparecido de los objetivos curriculares para la Enseñanza Básica que maneja el Departamento de Educación. Porque no existe, y menos aún queda abierta la posibilidad de que exista. Eso no significa que no haya violencia, ni que no represente un riesgo para los más jóvenes, ni que confundamos o ahoguemos las violencias sufridas en un universo de generalidades. Naturalmente que merece la pena que nuestros jóvenes rechacen la violencia, específicamente las violencias que sí suceden, como la violencia machista, LGBTIfóbica o racista. Pero ¿para qué deben reparar nuestros estudiantes también en la violencia terrorista? En el pasado, según el que hoy es lehendakari, llegó a suponer una amenaza «para el futuro de la democracia, la libertad, la pluralidad y la paz», pero ¿acaso es tan relevante ahora?

Es difícil conocer las razones profundas que mueven al actual Departamento de Educación del Gobierno vasco, pero es improbable que no incluirlo en esa lista tan precisa obedezca a un olvido involuntario. Ello no significa, ni mucho menos, que asistamos a un olvido interesado, menos aún culpable. Es, posiblemente, un olvido impulsado por la necesidad de pasar página, de dar la espalda a lo que para algunos es recuerdo y para otros simplemente no es nada, y afrontar otros problemas de aquí y ahora, porque el terrorismo es básicamente, según este curriculum, una parte del pasado lejano en el tiempo y distante en el espacio, un aspecto a despejar del área de valores éticos de nuestros jóvenes y a estudiar como mucho en un apartado del estado del mundo.

Es cierto que incluso existen normas estatales que obligan a prestar especial atención a esta forma específica de vulneración de los derechos humanos y al reconocimiento del sufrimiento de sus víctimas, pero es que fuera de aquí se han producido actuaciones terribles, como los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid, uno de los mayores en la historia del terrorismo en Europa. ¿Acaso afecta ello a los estudiantes vascos?

Y si bien la organización terrorista que más daño ha ocasionado en la historia reciente de este país surgió entre nosotros, mejor dejarlo, porque es una cuestión tan manida como resuelta. Es dudoso que haya dejado un rastro en nuestra cultura cívica que sea necesario afrontar especialmente. Hoy no hay ninguna necesidad de deslegitimar el terrorismo para que nadie, por defender unas ideas, se vea amenazado; para que todo estudiante aprecie el sistema democrático como el que garantiza el ejercicio de la libertad de forma responsable y respetuosa con quien piensa diferente; para que comprenda e interiorice que merece la pena vivir en una democracia, siempre imperfecta y que, por eso mismo, es necesario su compromiso para defenderla y mejorarla frente a quienes la combaten con la violencia. Nada de eso es necesario hoy, y por eso no es necesario destacarlo, habrán pensado.

Así, ya no habrá la necesidad de seguir llevando este tema a las aulas, y menos aún apoyado en el testimonio de sus víctimas, por mucho que este pueda constituir un «recurso pedagógico valioso» que contribuye al proceso de educación para la convivencia, como se ha reconocido en múltiples ocasiones. Estamos muy lejos ya de aquel 24 de abril de 2011 en el que dos de esas víctimas entraron por primera vez, dentro de un programa del Gobierno vasco a un aula, precisamente de un centro educativo de Ermua, ante medio centenar de estudiantes de Secundaria, para relatar el daño sufrido y los efectos que había tenido éste en sus vidas. Ya no será necesario para la actual Administración seguir jugando con programas experimentales. Tras diez años de ensayos, hemos encontrado una forma más fácil y definitiva de reconducirlo: el silencio.

Habrá quien piense que así es más fácil convertir a nuestros jóvenes en carne de cañón de la intolerancia, el odio y el fanatismo. Habrá quien esté preocupado porque haya estudiantes que consideren legítimo recurrir a la violencia, empuñar un arma y asesinar al que piensa diferente o justificarlo, como hicieron con Miguel Ángel Blanco hace ahora 25 años. Habrá quien apueste por vincular la educación y la memoria democrática por medio del testimonio de las víctimas porque crea que el desconocimiento del terrorismo, de su alcance y del daño producido resulta en desamparo de los más jóvenes. Los habrá, pero al parecer, están lejos del timón educativo.