Jorge Bustos-El Mundo
Al cumplirse dos siglos del nacimiento de Karl Marx, el autor mantiene la tradición liberal de estudiar los errores del marxismo, una religión laica cuyas profecías fallaron pero cuyo poder de sugestión permanece.
UNA NOBLE tradición liberal obliga a estudiar a Karl Marx con el singular afecto que se reserva a los hijos descarriados. Cumplieron con ella inteligencias tan poco marxistas como las de Schumpeter, Berlin y Aron, y leyéndolos uno aprende que a los verdaderos portavoces del liberalismo les guía siempre el respeto intelectual por el adversario formidable. A Marx hay que respetarlo porque nació hace dos siglos en Tréveris pero su criatura renace desde entonces bajo ropajes nuevos tras cada derrota, con la misma tozudez con que el capitalismo se reinventa un segundo después de que la última crisis persuada a sus ingenuos enemigos de que es la definitiva.
Llamamos marxismo a una profecía equivocada que sin embargo no pierde capacidad de sugestión entre las nuevas generaciones que vienen a estrenar el mundo, sin reparar en que el mundo llevaba ya encima muchas revoluciones antes de que Galileo se asomara al telescopio. Cada liberal aporta su etiología de la recurrente fascinación marxista. Aron fue el primero que advirtió en Marx una teología sustitutiva, una droga para intelectuales que relevaba el cristianismo tradicional, descartado como opio del pueblo pero saqueado conceptualmente por el materialismo histórico. Criado en una familia de judíos convertidos al protestantismo, Marx reelabora una promesa de felicidad más que una ideología, funda una religión laica más que un programa filosófico. A partir de él, los hombres podrán tenerse por seguros exponentes de la razón científica sin tener que privarse de su atávico anhelo de trascendencia. Encontrarán su iglesia peregrina en la clase obrera, sus clérigos en los intelectuales del partido, su demonio en el empresariado, su tentación en el desclasamiento burgués, su ascesis en la lucha de clases, su martirio en la represión, su paraíso en la perfecta sociedad igualitaria.
Poco importa que Marx errara sus tesis principales sobre el presente, el pasado y el futuro de las sociedades humanas. Se equivocó sobre el pasado, postulando la teoría de una «acumulación originaria» malversada por la explotación capitalista; una reformulación en jerga seudotécnica del antiguo mito de la edad dorada, que no resuelve ni desde cuándo ni por qué unos acumulan y otros no, puesto que niega al individuo toda capacidad meritocrática. Se equivocó sobre el presente, atribuyendo el motor de la historia al conflicto maniqueo por el control de los medios de producción, cuando lo cierto es que los agentes del progreso se decantaron pronto por los beneficios de la cooperación comercial en detrimento de los riesgos de la primitiva rapacidad. Y se equivocó sobre el futuro, porque el pronosticado colapso del capitalismo nunca es más que otro cambio de ciclo: el sistema reajustándose la hebilla del cinturón. Pero nadie pide cuentas a los anunciantes del apocalipsis cuando el apocalipsis se retrasa: siempre hay otra oportunidad. El marxismo es una religión y Marx es su profeta, y las religiones no sobreviven por su fidelidad a los hechos sino por la belleza del argumento. Tan bello que ciega a sus seguidores y los entrega a la misión de empujar la Historia y autocumplir la profecía, normalmente regando el mundo de sangre.
Hoy sabemos que la economía no es el móvil omnímodo que agota los pensamientos y los actos de los hombres, especie animal que no siempre identifica con claridad sus propios intereses e incluso toma decisiones que los contrarían. Pues el ser social influye, pero no determina la conciencia. Hoy sabemos, contra lo que afirmó Marx, que los obreros sí tienen patria, y que de hecho están dispuestos a defender antes su nación que su clase, como Stalin no tardó en darse cuenta. Hoy sabemos que si el marxismo condenaba a las clases modernas a la lucha, el neomarxismo posmoderno sustituye la igualdad por la identidad –de género, de lengua, de cultura– para alentar pugnas estériles entre emociones sordas que fragmentan la sociedad y anulan al ciudadano. El actual identitarismo constata el fracaso del materialismo dialéctico: los de abajo y los de arriba cooperaron para alumbrar la clase media, y las razas y los sexos cooperarán a despecho del mandato de destrucción que se les prescribe contra la instancia dominante. ¿Para qué combatirla si podemos integrarnos en ella? Hoy sabemos que la teoría de que el valor lo marca el trabajo solo se aguanta en la perfección de la teoría, porque la práctica del comercio es subjetiva y en ella la demanda fija el precio. Hoy sabemos que la lógica de la depauperación capitalista falla en cada subida de sueldo y en cada convenio de empresa, y falló a lo grande cuando el sistema se convenció de que la esclavitud ni siquiera era rentable, lo que aceleró su abolición. Hoy sabemos, en fin, lo que concluyó Wilson: que el marxismo es una bella teoría para la especie equivocada. Porque la nuestra despliega todas sus capacidades sobre la noción natural de propiedad y competencia, y reeducarla en la renuncia acaba comportando una cantidad verdaderamente engorrosa de cadáveres.
Leo a periodistas e intelectuales preocupados por el enanismo de las nuevas causas que dividen a la izquierda, desparramada entre quienes claman contra el especismo, los que recelan de las vacunas o los activistas del DNI de género fluido. Comprendo su desesperación en un mundo en que los proletarios no se unen ni para escoger filtro de Instagram, pero no es posible revertir la soberanía de la intimidad que instauró el 68, y en cualquier caso la solución para el XXI no puede consistir en un retorno al XIX. Mañana no te contratarán por lo que eres, como ayer en la sociedad industrial del proletariado, ni por lo que sientes, como hoy en la sociedad posindustrial del precariado, sino por lo que sabes hacer, como en la economía global del conocimiento que habitaremos. Pero sobre todo comprendo a los colegas de la izquierda clásica porque todo liberal comparte con ellos el radical antropocentrismo: la idea de que la política sirve para acortar los pasos que llevan a la emancipación material de todo ser humano. El liberalismo cree que tal empoderamiento o es individual o no es, mientras que el marxismo deposita toda su fe en el Estado; pero Marx acertó al priorizar la internacionalización, el materialismo o la ciencia. Los nuevos izquierdistas yerran en la medida en que se alejan de los aciertos del patriarca para quedarse únicamente con su método dialéctico de combate. El neomarxismo de un Laclau, por ejemplo, no es más que una estrategia de lucha por la hegemonía a través del antagonismo.
Fue Eduard Bernstein, el padre de la socialdemocracia alemana, quien atendió a los ecos liberales en Marx, lector atento de Adam Smith. Eran ciertos: el Manifiesto comunista incluye una entusiasta exposición de los logros del capitalismo y un tributo a la potencia revolucionaria de la burguesía, que «ha realizado maravillas muy superiores a las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas (…) y ha rescatado a una parte considerable de la población de la idiotez de la vida rural». Schumpeter extraerá de aquí su famoso postulado de la destrucción creativa, enemiga de la estabilidad y causa de tantos resentimientos, pues cuando uno cree tener la vida resuelta en analógico, aparece un Steve Jobs que impone el paradigma digital y manda a las masas al paro. Por eso, concluía el austriaco, el marxismo es reaccionario: un socialista genuinamente científico –y no el profeta Karl– habría descubierto que capitalismo y naturaleza son la misma cosa.
BERNSTEIN es el gran hereje del marxismo. Cuando constató que la profecía del colapso era falsa porque la concentración monopolística de capital no se producía –al revés: cada vez había más capitalistas–, optó por la reforma en lugar de la revolución. Trató de salvar de sí mismo al Marx más incendiario, defendiendo que el materialismo dialéctico se podía ejercer desde un parlamento democrático, donde los legisladores luchan por satisfacer a las distintas clases de votantes. Para el justo Bernstein, a diferencia del inicuo Lenin, la toma del poder no era el fin sino el medio, y si el demoliberalismo estaba reportando derechos a los obreros, lo sensato era perseverar en la vía institucional. «No hay pensamiento liberal que no forme parte del equipaje teórico del socialismo, que debe aceptar que el hombre es responsable de sí mismo», anota Bernstein con audacia, al tiempo que alerta contra la «dictadura terrorista de los clubes revolucionarios». Temerario, acusa al barbudo mesías de violar la ciencia al servicio de la especulación. Quien violenta los hechos para sustentar su idea acaba concediendo permiso para que se violente a las personas. Bernstein pagaría su librepensamiento con la persecución, pero el bien estaba hecho. Su semilla murió en el gulag pero arraigó definitivamente en la posguerra y gobierna nuestros días pese a los agoreros del cataclismo, repicado desde la orilla neomarxista como desde la neoconservadora. Un mismo réquiem de nostálgicos que hemos dado en llamar populismo.
¿Qué será de Marx? Fue un Darwin invertido: profetizó que bajo el capitalismo el hombre volvería al mono, pero lo cierto es que va camino de ser dios, en los cálculos de Harari. La estrategia marxista, sin embargo, pervivirá como escuela de la sospecha, porque nada soporta tan bien una grata conspiranoia como el Ibex, el judaísmo o el Vaticano. Si el tarot goza de empecinada salud no hay razón para suponer que una superstición mucho más elaborada, que exculpa al hombre de toda responsabilidad en sus fracasos, vaya a dejar de recibir adeptos. La Gran Recesión lo ha reavivado, pero hoy el marxismo vive básicamente de parasitar el feminismo. También allí fracasará, y pronto, porque varones y mujeres se atraen aún más que trabajadores y empresarios. Y porque la única revolución duradera dicta que el verdadero sujeto transformador, querido lector, eres tú.
Jorge Bustos es jefe de Opinión de EL MUNDO.