Pedro José Chacón, EL CORREO, 25/5/12
Porque el fútbol, se dice, es primeramente un deporte. Sí, ya, pero quien lo mira desde las tribunas, ¿qué clase de deporte practica?
Que una parte más o menos amplia de los espectadores de un acontecimiento deportivo estelar, como puede ser una final de fútbol, piten al Jefe de su propio Estado allí presente y a su mismo himno nacional y que además esta conducta venga refrendada, en el sentido de que no ha sido condenada, por los propios tribunales de justicia, apelando a la libertad de expresión (recordemos el antecedente de Mestalla), es algo que probablemente solo ocurra en España, dentro de los Estados de nuestro entorno occidental.
Se supone que los símbolos nacionales están para ser respetados, puesto que en ellos nos debemos reconocer todos como formando parte de una misma comunidad política. Pero esto en España no va más allá de las buenas intenciones y de lo que dicta el sentido común en su apartado de básicos. En España somos competitivos no frente al exterior, sino entre nosotros mismos. Constituimos así una especie de laboratorio de identidades y de construcción política desintegrada e inestable que no tiene parangón en ningún otro país similar al nuestro. En esto cabe afirmar, sin temor a exagerar, que somos absolutamente originales y deberíamos sacarle mucho mayor rendimiento estratégico frente a quienes nos ven como una anomalía retrasada en el devenir político europeo.
El Estado español moderno es una consecuencia peculiar y autóctona de aquel otrora llamado modo de producción capitalista, que necesitaba, en una primera fase, configurar verdaderos ejércitos de obreros trabajando a turnos en aquellas inmensas naves de producción intensiva y de trabajo en cadena, algunas de las cuales quedan hoy como muestras de nuestra arqueología industrial. Colectivos obreros que desde la fábrica irrumpirán luego en la política, articulando grandes partidos de masas (en la terminología de Ortega y Gasset que sirve también de excusa para el título de este artículo) que exigirán, a partir de entonces, intervenir en los asuntos públicos, que antes eran patrimonio exclusivo de unas élites, así como en la vida social, transformando los hábitos de consumo, incluidos los culturales. Todo este proceso se inició en España en el cambio de los siglos XIX al XX, concentrado en ciertas zonas del territorio nacional y coincidió milimétricamente en el tiempo con la aparición de los movimientos nacionalistas en Cataluña y el País Vasco, dando lugar así a las principales referencias político-geográficas de la España de hoy: Madrid, Barcelona y Bilbao. Y, por supuesto, es entonces también cuando surgen los clubes de fútbol más representativos de la actualidad, como nuestro Athletic, el Real Madrid o el Barcelona.
El Estado español moderno, por tanto, el que conocemos hoy, tiene un origen deportivo en un sentido literal incluso: los grandes equipos de fútbol actuales, los que se disputan ahora las finales de las competiciones deportivas, aparecen, en el inicio de la España moderna, en sus zonas más activas desde el punto de vista económico, social, político y cultural. Hoy los sentimientos nacionales y nacionalistas se incardinan en unos cuantos equipos de fútbol de todos conocidos y quien se empeñe, como nuestra vicepresidenta Sáenz de Santamaría, en querer quitarle a este hecho un carácter político, convirtiéndolo en mero acontecimiento deportivo, tiene todas las posibilidades de quedar arrollado por los acontecimientos.
Por lo tanto, en este escenario deportivo, construido por la historia moderna de España, pitar al Jefe del Estado y al himno nacional antes de un partido de la final de Copa, por muy recriminable que resulte desde el mero sentido cívico y patriótico, es un hecho perfectamente previsible y explicable entre nosotros en términos históricos y políticos. El deporte, sea como práctica o como simple visualización de quienes lo practican, faceta esta última abrumadoramente mayoritaria entre la población, se transforma en un ámbito de confraternización identitaria y expresión de sentimientos, que son siempre ajenos a la simple y fría reflexión racional o, ni que decir tiene, científica. La gente va al fútbol en primer lugar a pasar un buen rato y para eso tiene que tener un aliciente especial, que resulta mucho más complejo, intrincado y profundo que la mera visión de veintidós jugadores dándole patadas o cabezazos a un balón y surcados por las carreras de un señor vestido de negro y con un silbato en la boca. Porque el fútbol, se dice, es primeramente un deporte. Sí, ya, pero quien lo mira desde las tribunas, ¿qué clase de deporte practica?
Los grandes equipos de fútbol españoles tienen una historia enjundiosa y muy ilustrativa detrás, pero casi nadie se propone llegar hasta el final en su investigación: se piensa que no es muy serio dedicarse a este tipo de estudios, de lo que resulta que sea muy difícil encontrar un buen libro sobre la historia de estos clubes y que los que haya en el mercado o en las bibliotecas contengan poco más que rememoraciones gloriosas, trufadas de hagiografías de jugadores y entrenadores, con escasas y parciales referencias a los distintos momentos históricos del país. Y esta carencia es la que oculta, seguramente, la clave para entender muchos problemas de nuestra convivencia. Profundizar en esta circunstancia es lo que le daría consistencia a estas obras, algo fundamental para entender lo que ahora ocurre con los acontecimientos deportivos de estos días.
Hubo quien no entendió el origen deportivo del Estado español y nos llevó a una guerra civil y a cuarenta años de dictadura. Le sucedieron otros que quisieron convertir el País Vasco en un laboratorio de experimentación totalitaria. Después de estas pesadillas, queda el espíritu deportivo, los piques entre aficiones y los dimes y diretes entre políticos. Dejémoslo así y que nunca más vuelva a sobrepasarse esa lúdica frontera.
Pedro José Chacón, EL CORREO, 25/5/12