Incitatvs-Vozpópuli
Agosto es un tiempo que invita a la lectura si uno es capaz de no amodorrarse por el calor. Para eso es utilísimo escoger un libro apasionante y yo, que ya he llegado a la edad de releer para no olvidar lo indispensable, he vuelto en estos días sobre un libro magnífico que ya me ha hecho disfrutar varias veces desde que lo compré, hace veinticinco años: es el Don Juan de Luis María Anson, la biografía personal y política del abuelo del actual Rey y de quienes le acompañaron durante décadas en su pelea despiadada, a veces burra, a veces astuta pero siempre fiera, con el peor enemigo que tuvo en su vida: el dictador Franco.
Elegí esta obra maestra porque, deslumbrados todos con el quincuagésimo aniversario de la llegada el hombre a la Luna, hemos pasado como de puntillas por otro aniversario: el de la proclamación de Juan Carlos de Borbón (hijo de Don Juan) como sucesor de Franco a título de Rey. Eso se produjo tres días después de la hazaña de Armstrong, Aldrin y Collins.
El libro, un cuarto de siglo después, sigue perfectamente vivo, no ha envejecido en absoluto. Primero porque está escrito con una prosa magistral, y segundo porque aporta tal cantidad de información privilegiada que sigue siendo una referencia indispensable para hablar de aquel tiempo.
Dice Anson, ya en las sosegadas páginas finales, que Don Juan era monárquico, cosa que no se puede afirmar, ni muchísimo menos, de multitud de miembros de familias reales en este mundo y en este tiempo; porque ser monárquico precisa, según él, de «un estudio riguroso» y de «considerable disciplina mental». Ser republicano, no: «Las razones en favor de la república las comprende cualquiera», remata.
Tengo perfectamente claro que ni la monarquía ni la república garantizan lo que sí es fundamental: la salud de la democracia
Yo, lo confieso, no he tenido en toda mi vida preferencias sobre la forma de Estado, como tampoco las he tenido sobre fútbol, por poner un ejemplo. Concedo a ambas cosas la misma importancia: muy poca. Y me resigno a aguantar las soflamas de los madridistas, de los culés, de los republicanos y de los cinco o seis monárquicos que conozco: a ellos sí les parece importante todo eso. A mí no.
Y no me lo parece porque tengo perfectamente claro que ni la monarquía ni la república garantizan lo que sí es fundamental: la salud de la democracia. Son igualmente imperfectas e inútiles, por sí solas, para asegurar y proteger la libertad, la igualdad ante la ley, la fraternidad y la justicia. Esto lo saben perfectamente los millones de republicanos esenciales a los que no se les ocurre cuestionar, en sus respectivos países, a Isabel II de Inglaterra, a Carlos XVI Gustavo de Suecia, a Margarita II de Dinamarca o al último Hito de Japón, que no me acuerdo ahora mismo de cómo se llama, esperen que lo miro, sí, Naruhito, el tercer peinado más espantasuegras de todos los jefes de Estado del mundo después del inenarrable Trump y del surrealista Kim Jong Un.
Pero en España es otra cosa. En España son abundantísimos los republicanos profesionales, los republicanos de alma futbolera, los republicanos que son republicanos como muchos andaluces son costaleros de Semana Santa, arsielo con ella; los republicanos y de las jons, como a mí me gusta llamarles, aunque solo sea por chinchar y por reírme un poco de quien prefiere una u otra forma de Estado con las tripas, con el sentimiento a flor de piel y la bronca preparada en cuanto se les contradice un poco, tampoco tanto porque, como dice Anson, «las razones en favor de la república las comprende cualquiera».
Esos republicanos, que son más bien republicanotes, a la manera del siglo XIX, no dejan de repetir que lo que pasó hace ahora cincuenta años y un mes no cambió nunca, no cambió en absoluto, y que Juan Carlos de Borbón (y añaden: su hijo) fue «el heredero de Franco».
Los huesos del tenebroso caudillo deben de sudar de gusto, allá en la fosa de Cuelgamuros, cada vez que uno de estos dice semejante sandez. Coño, ¡qué más hubiese querido Franco que el Rey fuese y se comportase como su heredero! Para eso trabajó toda su vida, desde la entrevista con Don Juan en el barquito Azor en 1948 hasta que se murió. Para eso intrigó, manejó voluntades, censuró periódicos, amenazó, dio alas a aquel tontito malévolo que se llamó Alfonso de Borbón Dampierre: para garantizar que Juan Carlos fuese no ya su sucesor, que eso sí lo podía decidir él, sino su heredero.
Juan Carlos tragó saliva a calderos cuando ETA mató a Carrero Blanco, su gran valedor frente a la Falange pura y dura, pero consiguió engañar a Franco
No lo consiguió. Esto no lo dice Anson pero cae de su propio peso: Don Juan y su hijo estaban de acuerdo desde mucho años antes de aquel 22 de junio de 1969 para engañar a Franco. Don Juan, aconsejado por Pedro Sáinz Rodríguez, hizo cuanto pudo (y lo consiguió) para ganarse el respeto y hasta el apoyo de la izquierda de entonces, la de dentro y la de fuera; y Don Juanito, su hijo, se pasó veinte años haciéndose el tonto, yendo al Pazo de Meirás a hacerle zalemas a la arpía de doña Carmen Polo, poniéndose de pasmarote en los desfiles y jurando lo que hubiese que jurar, en la certeza de que todo lo que está escrito en una ley puede cambiarse por la propia ley.
Juan Carlos tragó saliva a calderos cuando ETA mató a Carrero Blanco, su gran valedor frente a la Falange pura y dura, pero consiguió engañar a Franco. Ahora los republicanotes repiten y repiten y repiten que fue «heredero de Franco» un tipo que se jugó literalmente la vida para desmontar pieza a pieza toda la obra política de aquel hombrecillo despiadado, y lo hizo en apenas un año gracias a la habilidad de un sabio (Torcuato Fernández-Miranda) y al arrojo de un paracaidista de la política, un general della Rovere como fue Adolfo Suárez.
Gracias a aquel «heredero de Franco», en año y medio se paseaban por el Congreso de los Diputados Dolores Ibárruri, Marcelino Camacho, Rafael Alberti, Xabier Arzalluz, Santiago Carrillo, Francisco Letamendía y todos aquellos que los españoles quisieron libremente elegir. La obra política de la dictadura fue enviada a “los desvanes de la historia”, como dice Anson, con la Constitución de 1978, y eso fue, en grandísima medida, gracias a la determinación (esto se vio el 23-F) de aquel señor a quien los actuales republicanos voceones (que no son todos ni mucho menos) llaman “rey franquista” y “heredero de Franco”. Esto lo dicen mucho sobre todo los indepes catalanes, que saben perfectamente que el actual Rey, Felipe VI, es una de las grandes bazas mediáticas de la imagen de la España constitucional, y por eso hay que acabar con él, insultarle a conciencia y llamarle, también a él, “heredero de Franco”.
Por favor. Los que parecen no herederos, sino coetáneos de Franco son todos estos que parecen no haberse movido un milímetro de sus consignas desde hace bastante más de medio siglo, cuando ni siquiera habían nacido.
¿Que la democracia española no es perfecta? Eso es evidente. ¿Que es discutible que el jefe del Estado no sea elegido por los ciudadanos? Claro que lo es, pero es imposible discutir con la gente que, cuando se saca la conversación, se comportan como si les hubiesen mentado a la madre y gallean como si ese fuese el mayor de los problemas del país, como si de ese mecanismo dependiese todo. Y saben bien que no es así; que la Corona sigue en pie no por la fuerza, no porque sea “heredera de Franco”, sino precisamente porque es todo lo contrario: algo que ha resultado, como bien dice Anson, útil para la sociedad y para la democracia durante cuatro décadas, lo mismo que la monarquía danesa o británica, lo mismo que las repúblicas alemana o francesa.
Y ahora, hala: pónganse ustedes a dar voces, como es costumbre.