El pacto a la catalana de Sánchez

FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

En su solemne acto de toma de posesión como diputado de la Conjunción Republicano-Socialista de 1910, tras ser el candidato más votado en Madrid, Benito Pérez-Galdós protagonizó su particular «episodio nacional». Fue a cuenta del traje de etiqueta que usó para la ocasión. De puro olor a alcanfor, parecía haberlo rescatado del arcón de un viejo prócer o alquilado en una guardarropía de época. Al verlo pasear sin cesar, un cronista de la celebridad y humor de Julio Camba se le acercó y le inquirió con retranca gallega: «¿Pero por qué no se sienta usted, don Benito? ¿Acaso es que quiere exhibir su frac?». A lo que aquel pingüino canario le respondió con naturalidad y desenfado: «Calle, hombre, calle. No ve que, si me siento, me va a estallar». Como si se hubiera tragado un sable, Galdós se mantuvo en pie ocho horas de reloj, según cuentan, y guardó la apariencia que corresponde a quien dijo estar dispuesto a «todo por el partido».

De igual manera, desde su triunfo del último domingo de abril, Pedro Sánchez le ha dado tal empaque y boato a su indubitada victoria que, tratando de disimular las apreturas del mismo, ha mantenido el tipo sin sentarse. Como Galdós embutido en su comprimido frac, con el fin de que no le saltasen las costuras y quedaran al aire los 53 escaños que le faltan para su reelección. Para taparlo, ha sobreactuado con pareja arrogancia a si dispusiera de aquellos 200 escaños que González sobrepasó en 1982, pero que se percibe estúpida cuando menguan al ras de esos alicortos 123 que atesora, aunque sobresalgan en un fraccionado hemiciclo.

Si al poco del 28-A se permitió suplantar al Rey e iniciar una ronda de contactos con los líderes de PP, Cs y Podemos, a las pocas fechas no tuvo mayor ocurrencia que anunciar que haría presidente del Senado por su real gracia a Miquel Iceta sin reunir éste aún la condición de elegible hasta que el Parlamento de Cataluña no aprobara la sustitución como senador autonómico de José Montilla, ex presidente de la Generalitat. Un puro trámite, desde luego, si no hubiera coincidido con los comicios administrativos y europeos de este 26 de mayo.

Ello ha dado la oportunidad para que ERC –un partido asaltante del Estado de Derecho y prófugo de la Justicia en las personas de sus dos principales dirigentes, Oriol Junqueras y Marta Rovira– se escandalice, con razón, por la falta de respeto a las instituciones, aunque su cinismo evoque al del capitán Renault en Casablanca cuando ordena clausurar el café de Rick con la excusa de que acaba de descubrir que es un local de juego, a la par que atrapa el fajo de billetes que le desliza el croupier con arraigada inercia.

ERC se valió de ese error de bulto –similar al cometido en 2008 por Zapatero al atropellar la independencia del Consejo General del Poder Judicial anunciando que designaba como presidente al magistrado Carlos Dívar– para echar por tierra el plan Iceta y, de paso, encarecer el peaje de tránsito por una legislatura que se ponía cuesta arriba en la etapa prólogo y que avizora un trazado de montaña rusa. En la borrachera de su triunfo y de las buenas perspectivas electorales para este 26-M, atendiendo al consenso demoscópico, Sánchez olvida la máxima kantiana de que la paciencia es la fortaleza del débil –como él mismo acreditó en su convulsos inicios como secretario general del PSOE– y la impaciencia es, por contra, la debilidad del fuerte que él ahora cree ser tras su refrendo en las urnas.

Sobre la cabeza de Sánchez, además de pender la espada de Damocles de sus eventuales socios de investidura, se ciernen esos «acontecimientos» a los que se refería Harold MacMillan, primer ministro británico de la década de 1960, cuando un periodista le examinó respecto a cuál era su tarea más ardua al frente del 10 de Downing Street y éste respondió lacónico y certero: «Los hechos, querido, los hechos». Empero, hay que reconocer que, cuando los acontecimientos se revuelven contra él y lo lanzan patas arriba, Sánchez siempre cae de pie. En este sentido, haciendo gala de lo que los árabes llaman baraka, despliega una increíble habilidad para hacer virtud de la necesidad y darle la vuelta a las situaciones que se le ponen del revés.

Así, si sale con barba, San Antón (Miquel Iceta) y, si no, la Purísima Concepción (Meritxell Batet). Por aquello de que no hay mal que por bien no venga, que dijo Franco cuando un coche bomba lanzó al aire el vehículo en el que viajaba el almirante Carrero Blanco, llamado a sucederle, podrá retomar su idea inicial de que Iceta sea ministro, contrariamente al deseo de éste de presidir la Cámara Alta, y promover la España plurinacional. De igual modo, Sánchez ha transitado de retirarle la palabra a Rubalcaba y a depurar sin remilgos a sus colaboradores, a hacer campaña con su retrato enmarcado como si fuera Juana La Loca paseando su aflicción por todo el reino tras el túmulo de Felipe El Hermoso.

Después de anticipar su retorno de la cumbre europea de Bucarest para asistir a la agonía de Rubalcaba, víctima del ictus, desplazando incluso a la viuda, anotaría en el libro de condolencias. «Encarnas lo que el PSOE ha representado y representa». A Rubalcaba le hubiera encantado escucharlo de sus labios tras despreciarle por oponerse a su primer intento, tras las elecciones de 2016, de ser presidente «con el apoyo de Podemos, que está en el derecho de autodeterminación, y de los soberanistas, que ya ni le cuento», según le confesó a Susanna Griso en Espejo Público, al tiempo que mostró su desacuerdo con el traslado de los golpistas del 1-O a cárceles catalanas en atención a que posibilitaron la bautizada (a la sazón por el propio Rubalcaba) «investidura Frankenstein».

Pero, de igual forma, Sánchez recaba el voto del brazo político de ETA y capitaliza que la Guardia Civil eche el guante al carnicero Josu Ternera tras gozar este de 17 años de connivencia por haber sido interlocutor del Gobierno de Zapatero en las negociaciones con la banda ETA. Nada de extrañar en quien pactó con Rajoy una política contra Torra, a continuación lo derribó en una moción de censura, posteriormente recibió al «Le Pen catalán» (son sus propios calificativos) en La Moncloa con el lazo amarillo, seguidamente suscribió con este los 21 puntos de la claudicación de Pedralbes y ya existen pocas dudas de que los retomará tras aupar al frente de las Cortes a una de las promotoras de esa política de apaciguamiento como Meritxell Batet, quien rompió por partida doble la disciplina de voto con Rubalcaba para respaldar el supuesto derecho a la autodeterminación de Cataluña.

Probablemente, si el jefe de gabinete de Sánchez, Iván Redondo, siguiera en Antena 3 explicando el teatro de operaciones de la política española, llamaría a esa táctica gobernar en zigzag y que se corresponde con aquello que explicó Mao cuando le preguntaron cómo se hacía una revolución: «Pues como va una serpiente, arrastrándose describiendo eses». Al tiempo que se va avanzando en ese ayuntamiento con podemitas e independentistas, Sánchez trata de paliar sus daños colaterales presentando esa opción poco menos como irremisible debido a la intolerancia cerril de los partidos constitucionalistas que se niegan a facilitar con su abstención la investidura al presidente del «no es no».

Así, tras haberse repartido la Mesa del Congreso con Podemos, incorporando a un resuelto partidario de la independencia de Cataluña que rasga la bandera de España y retira el cuadro del Rey del Ayuntamiento de Barcelona, como Gerardo Pisarello, los ministros Ábalos y Celaá piden que PP y Cs «nos libren de la dependencia de los independentistas». Sánchez se comporta como el cuco que pía en su nido y pone los huevos en el ajeno. No deja de ser una estrategia para que no entorpezca la ampliación de su victoria de hace un mes este 26-M y que, de reportarle la reconquista de la Comunidad de Madrid, le haga pensar que ancha es Castilla y todo le está permitido.

No obstante, a base de zigzaguear, difícilmente se puede gobernar España y aguantar una legislatura, salvo que se quiera chapucear como se ha hecho estos nueve meses para concurrir a las elecciones desde el poder y en situación de ventaja con sus competidores. «El argumento –decía Rubalcaba– lo conozco: vamos a sentarnos con ellos y acabarán siendo buenos. Pero cabe la posibilidad de sentarse con ellos y acabar siendo malos, y que no te hagan caso. Yo le dije esto a él [Sánchez] y debo decir que dejamos de hablar, bueno me dejó de hablar él».

A la vuelta de estas elecciones de mayo, tras asumir el PSC las presidencias del sistema bicameral, todo aventura que Sánchez transitará por los tripartitos –socialistas, comunistas e independentistas de ERC– que llevaron a la Generalitat tanto a Pasqual Maragall como a José Montilla y que tuvieron como muñidor a Iceta, quien estuvo detrás igualmente del acuerdo excluyente del Tinell, donde se fraguó el pacto de sangre del socialismo con el nacionalismo.

A causa del Alzheimer, Pasqual Maragall no podrá celebrar ese éxito postrero de lo que él mismo denominó el «federalismo asimétrico» y su deseo de avanzar en una soberanía compartida que situara a Cataluña en parangón con pequeños países como Lituania o Malta, según aseguró hace años en el madrileño club Siglo XXI. En las antípodas de su cosmopolitismo como alcalde de la Barcelona universal de las Olimpiadas de 1992, el entonces president deambulaba en la dirección contraria a la de su abuelo, el poeta Joan Maragall, quien prefería «hurgar en lo propio para encontrar lo común».

Aprovechando su triunfo, Sánchez sigue la senda de esa España plural (que enmascara la caja de Pandora de la España plurinacional) que nadie aclara en qué consiste, pero que es de temer, aunque a algunos les suene bien, como la música del flautista de Hamelin, empeñados en ignorar alegres y confiados al abismo donde conduce. Pero esa estrategia de contentamiento del nacionalismo siempre resulta fallida, pues sus reclamaciones se multiplican en la medida que se atienden. Basta observar cómo quieren sustituir al Estado desembocando en situaciones críticas como el plan independentista de Ibarretxe o el golpe de Estado del prófugo Puigdemont.

Ese federalismo asimétrico se ajusta al modo de relación entre el PSC y el PSOE, esto es, un partido jurídicamente diferenciado que forma parte de los órganos directivos del PSOE, supeditando la actuación y estrategia federal, pero sin reciprocidad por parte de esta en la orientación y guía del PSC. Esa ley del embudo llega al punto de quebrar la disciplina parlamentaria, formar grupo en el Senado con ERC e IC, como ha ocurrido a veces, o disparar contra la línea de flotación del PSOE con resoluciones en las que se compromete a «promover las reformas necesarias» para que Cataluña ejerza «su derecho a decidir a través de un referéndum acordado en el marco de la legalidad».

A la vista del camino que parece dispuesto a emprender Sánchez, aunque encienda el piloto del coche en la dirección opuesta para despistar, pareciera como si periódicamente hubiera que desmoronar piedra a piedra el edificio que tanto trabajo costó levantar. Con la virulencia, además, que entraña todo lo relacionado con la tierra y la sangre, sentimientos capaces de hacer de un hogar patrio un infierno terrenal. Sin duda, un precio demasiado alto para lograr una investidura Sáncheztein al precio que sea con Podemos y la abstención de ERC secundando el plan Iceta que Sánchez ha hecho suyo. Recuperar la convivencia en Cataluña pasa por restaurar el Estado de Derecho. No, en fin, por no «imponer la Constitución a quienes la rechazan», como entiende la que, desde este martes, será la tercera autoridad del Estado en función de esa misma Carta Magna.

En esa encrucijada, parece llegado ese momento, parafraseando a Galdós en su Alocución al pueblo español, de que los sordos oigan, los distraídos atiendan y los mudos hablen. Ese propósito fue el que le llevó al Congreso en 1910 cuando Camba se lo encontró embutido en un frac que le apretaba como los 53 escaños que le faltan a Sánchez y que no le van a dejar respirar.