Rubén Amón-El Cponfidencial
Pedro Sánchez y Pablo Iglesias entierran el hacha de guerra en un acuerdo temerario que deja fuera a sus partidos y que tiene pendiente pasar el test de la aritmética parlamentaria
No es la primera vez que Pablo Iglesias alcanza la vicepresidencia virtual del Gobierno español. Ya se la atribuyó a sí mismo en aquella comparecencia delirante -2016- que lo revestía de honores ejecutivos, pero ahora podría conseguirla de verdad. Sánchez se la ha concedido por teléfono. Y ha resuelto en unas horas el conflicto que no supo resolver en seis meses.
Se conoce que el presidente del Gobierno no teme las noches de insomnio que antaño le suscitaba compartir litera con Iglesias. Ya no es un peligro que el líder de Unidas Podemos reclame el derecho de autodeterminación ni los indultos. Todo lo contrario, la sensibilidad de Iglesias hacia la familia soberanista -de Junqueras a Otegi- puede facilitar la aritmética parlamentaria, aunque sea a expensas de malograr la salud de la nación.
Ya me lo decía Ignacio Varela. Sánchez no puede llegar a un acuerdo con Iglesias sin haberlo sometido al criterio de la Ejecutiva del PSOE, del mismo modo que Iglesias no debería haberlo aceptado sin exponerlo al criterio de las bases. Lo hará, claro, en los días sucesivos, pero desde la habitual perspectiva intimidatoria: votad lo que yo os diga, como yo os lo diga.
Más allá de las respectivas añagazas, el pacto bilateral debe considerase viable hasta que prospere una mayoría parlamentaria. Sánchez e Iglesias aspiran a estimularla desde un mecanismo de coacción: no pueden convocarse otras elecciones. Las terminaría ganando Vox.
Ahora comprendemos lo que significa la plurinacionalidad para Sánchez. La plurinacionalidad significa una fiesta de coros y danzas regionales. Un intercambio de trenes, kilómetros de autopista y de estímulos presupuestarios que le permitan continuar en la Moncloa.
Estremece la operación. Primero, porque Pablo Iglesias representa un obstáculo incendiario en el conflicto territorial de Cataluña. Y en segundo lugar porque la crisis económica y las presiones legítimas de Bruselas contradicen que pueda ampararse un programa temerario de gasto público bajo la grandilocuencia y los requisitos de “un Gobierno progresista”.
Más que progreso, la bicefalia arroja incertidumbre y congoja. Iglesias abomina del 155. Considera que los condenados del ‘procés’ son presos políticos. Ha pedido medidas de gracia a los ‘soberatas’. E irrita sobremanera a los barones del PSOE, cuyo criterio en la ‘jugada’ ha sido tan despreciado como les ha sucedido a los demás miembros de la Ejecutiva. Dirá Sánchez que estamos hablando de un preacuerdo, pero el maridaje con Mefistófeles obedece al cesarismo que lleva ejerciendo desde que recuperó los galones de la secretaría general.
Se desvanece, pues, la hipótesis de un pacto de concentración (PP-PSOE). Y paradójicamente se le allana el camino a Casado. No le conviene a la patria la boda de Sánchez e Iglesias, pero sí le conviene al PP evitar ser apoyo de los socialistas. De otro modo, Abascal ya sería el líder de la oposición.
Vox no tendría el poder y el contrapoder que ejerce ahora si no fuera por la temeridad de las elecciones del 10-N. No está mal el precio de la ‘operación Sánchez’: sube la ultraderecha, desaparece Ciudadanos, se balcaniza el Parlamento con la entrada de la CUP. Y se le transige a Iglesias mucho más de aquello que no se le concedió en julio. Porque era un peligro para España.
Nos dirá Sánchez que el rigodón con Iglesias no es una incongruencia, sino un remedio de urgencia para redimirnos de la misma ultraderecha que él mismo ha estimulado y excitado. Una página nueva del ‘Manual de resistencia’ -‘work in progress‘- que antepone la ambición del oportunista a la responsabilidad del estadista.Y que Iglesias utilizará para esconder su caída en las urnas.