JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL
- Los soberanistas ya saben que han fracasado y ahora lo que desean es que las aspiraciones independentistas no se conviertan en teselas separadas del mosaico argumental
El «todos contra Illa» vuelve a incurrir en ese recurso tan detestable en la política catalana de pactar tribalmente contra los adversarios (¿enemigos?), cerrando los cauces por los que debe discurrir el caudal propio del manejo de los asuntos públicos en una democracia: el diálogo. El acuerdo –ya veremos si sólido– suscrito por los partidos secesionistas de no formar gobierno en la Generalitat con el PSC delata el miedo que alberga el independentismo de fragmentarse irreversiblemente si los republicanos llegasen a alcanzar una fórmula para un Ejecutivo con Salvador Illa en el caso de que entre ambas formaciones sumasen una mayoría suficiente aunque no fuera absoluta.
Los soberanistas ya saben que han fracasado y ahora lo que desean es que las aspiraciones independentistas no se conviertan en teselas separadas del mosaico argumental, del esquema mental, de la narrativa política y social –victimista e hiperbólica– que se ha ido consolidando en Cataluña desde el año 2012 hasta el presente. Desde ese punto de vista, el pacto, además de denotar el miedo a la fragmentación definitiva, supone también una especie de conjura de los fracasados en un objetivo que siempre estuvo fuera de la realidad y muy lejos de sus posibilidades.
Tuvieron –y siguen teniendo– una gran capacidad de desestabilización porque Cataluña es una comunidad sistémica para el conjunto de España, pero el Estado español –activando instancias subsidiarias llegando hasta su jefatura en la persona del Rey– ha mantenido su unidad e integridad tal y como determina y quiere la Constitución de 1978, votada con tanto entusiasmo en el mes de diciembre de ese año en Cataluña. La rectificación a casi una década de emotividades agitadas por la propaganda, la corrección del rumbo independentista en términos realistas, se producirá pero no de forma inmediata.
La acumulación de reveses que el proceso soberanista ha cosechado en perjuicio de los intereses de Cataluña es de una envergadura extraordinaria en el orden económico, en la cohesión social, en el deterioro institucional y en el orden de valores democráticos. La propia deambulación de los políticos y de los dirigentes sociales presos –en régimen de tercer grado– en el escenario de la campaña ha sido tanto fantasmagórica como irreal, remitente a una representación ya vista que no aporta valor añadido sino que resta ilusión por el futuro. Se trata de un discurso circular, de una presencia impenitente de los mismos y fallidos actores y de la reiteración cansina de idénticos mantras que eluden la dimensión del desastre.
Los independentistas juegan con la baza de esta conjura de fracasados y, además, con la posibilidad de que una participación muy por debajo de los comicios de 2015 (77,46%) y de 2017 (81,84%) ofrezca una ventaja a las listas de JxCat, ERC y CUP. Esa hipótesis es posible; y lo es también que entre esas tres opciones, a la que se podría añadir la del PDCat, lleguen a sumar más del 50% de los votos populares, lo que no ocurrió ni en los dos comicios autonómicos anteriores ni en el de 2012.
Los soberanistas aspiran al regreso de la llamada «abstención diferencial», tan característica de Cataluña en sus doce confrontaciones electorales anteriores. Salvo en 2012, 2015 y 2017, una participación del 60%-63% constituía un registro normal en las elecciones al Parlamento catalán. La participación subía significativamente en las elecciones generales porque los mal denominados «unionistas» se sentían concernidos por la convocatoria, lo que no ocurría en las votaciones de ámbito autonómico. Entre otras razones porque el nacionalismo se ha encargado de que la comunidad autónoma no disponga de una ley electoral propia que distribuya con más ecuanimidad el reparto de los 135 escaños de la Cámara legislativa, primando las circunscripciones de Girona y Lleida en detrimento de las de Barcelona y Tarragona.
Ir a votar, venciendo sin duda en esta ocasión más dificultades reales y psicológicas que en otras citas electores, debiera ser para los electores de los partidos no nacionalistas una auténtica obligación cívica con carácter de emergencia. Si una parte tan importante del censo como la que habitualmente se desentendía en las elecciones autonómicas anteriores a 2012 se repite mañana, el independentismo tiene garantizada una holgada victoria en escaños y en papeletas. La opción de Salvador Illa y el PSC es la más consistente de cuantas se presentan frente a las secesionistas; aunque, a riesgo de que en un requiebro al que la política española nos tiene tan acostumbrados, el PSC y Salvador Illa terminen formando un tripartito. En la siempre resignada ecuación del mal menor es mejor una incrustación fuerte en el Parlamento de Cataluña de una partido que, como el de los socialistas, ha prescindido ya de referentes internos próximos al soberanismo y ha acentuado su significación de izquierda catalanista adherida a la Constitución.
En otras palabras: votar o no hacerlo, esa es la cuestión hamletiana a la que se enfrentan los catalanes en unas condiciones sociales, políticas, sanitarias y económicas de máxima emergencia. Ese pacto del miedo o esa conjura de los fracasados debiera constituirse en un estímulo eficaz para ir mañana a votar en masa. Porque cuando los catalanes lo han hecho, el independentismo se ha quedado muy lejos de sus propósitos, haya sido en 2012, en 2015 o en 2017. Quedarse en casa mañana en Cataluña es consentir el despropósito emocional, visceral y reaccionario del separatismo, sea en la versión falsamente izquierdista de ERC o en la esencialista y de derecha dura en JxCat, con la inserción anarcoide de la CUP.