En Ucrania hay una guerra sangrienta y larga en la que España está implicada como miembro de la UE y la OTAN. Los regímenes del Sahel, nuestro patio trasero, que España apoya con tropas que complementaban a las francesas caen en la órbita de Rusia (y de China, el gran padrino) como fichas de dominó. La globalización y su economía están en crisis, pero no hay recambio. Los fenómenos climáticos extremos se suceden con frecuencia y violencia alarmantes. Las mareas inmigratorias ilegales se suceden y van a más. Arabia Saudí se queda con Telefónica por cuatro perras (para ellos) con probable complicidad sanchista.
Y podríamos seguir páginas y páginas así. ¿Pero cuáles son las noticias que absorben a la opinión pública en España? Pues la selección nacional de fútbol femenino y el caso Rubiales, el Congreso de Babel y el chantaje de Puigdemont que ya ha pagado Sánchez para no abandonar la Moncloa: amnistía, autodeterminación y 450.000 millones € en concepto de “deuda histórica” de España con Cataluña (querido lector, si usted no es catalán, vasco ni navarro, le saldrá a cosa de 12.600 €, más de lo que cobran al año muchos empleados cualificados).
No todos los españoles somos idiotas, ni mucho menos, pero solo los idiotas tienen acceso fácil a las castas dirigentes de las diferentes esferas
No creo que existan muchos países occidentales donde el abismo entre realidad y agenda política y comunicacional sea tan ancho y profundo. ¿Qué nos ha pasado? Sencilla y trágicamente, que nos hemos convertido en un país de idiotas. Me explico: no todos los españoles somos idiotas, ni mucho menos, pero solo los idiotas tienen acceso fácil a las castas dirigentes de las diferentes esferas, tarea muy difícil para todos los demás porque los idiotas están sindicados para impedirlo. En fin, que los idiotas nos han expropiado el país.
¿A qué clase de idiotas me refiero? Al concepto clásico griego de idiotés, que ha dado nuestro idiota de origen latino. El idiotés griego era el ciudadano antipolítico que despreciaba la ciudadanía, rechazaba participar en los asuntos públicos que le concernían, y se dedicaba a intereses puramente egoístas. Es fácil intuir por qué esa categoría antipolítica se extendió después en las lenguas cultas a la calificación del bobo, del imbécil, del necio: el idiotés no quería darse cuenta de que los asuntos públicos le afectaban directamente, le gustara o no; se comportaba como un irresponsable y despreciaba la valiosa libertad del ciudadano vedada a mujeres, extranjeros (metecos) y esclavos. Lo que los griegos y romanos no previeron era que fuera precisamente esta clase de sujeto, el idiota antipolítico, el que acabara apoderándose de países como España.
El idiota metido en política no pretende, desde luego, ocuparse de los asuntos públicos ni hacerse responsable de nada. Claro que no. En histórica inversión, el idiota contemporáneo se mete en harina para culminar su proyecto ancestral: cargarse lo público para privatizarlo, acabar con los valores de libertad e igualdad, liquidar toda noción de interés general.
Nuestros idiotas domésticos aprueban cambiar el reglamento del Congreso para convertirlo en academia de idiomas sin debatirlo y votarlo, imponiendo una política de hechos consumados a lo Alicia en el País de las Maravillas que avanza hacia la dictadura. Un sistema donde, como ordena la Reina de Corazones, primero se ejecuta la sentencia y después se discute el caso. Los idiotas consiguen que, en vez de discutirse esa agresión a la democracia, se hable de cosas banales como el coste de los pinganillos, y que las banalidades sepulten el debate sustancial: que liquidar la lengua común implica liquidar la comunidad política, esa que los idiotas detestan porque estorba sus tropelías privativas.
¿Qué puede hacerse en un país donde la conversación pública principal huye como de la peste de los verdaderos problemas y chapotea en enredos inventados y sentimentales
Idiotas profesionales son los separatistas empeñados en destruir la comunidad democrática para imponer dictaduras de boina enroscada que ahuyentan a su propia población inteligente. Idiotas contumaces son los que culpan de todo al capitalismo mientras quieren reproducir e imponernos las pesadillas distópicas de Cuba, Venezuela o Argentina. Idiotas miserables son los que persiguen las hormonas masculinas juveniles mientras justifican la persecución a las mujeres en Irán y liberan violadores en España para proteger la libertad sexual de sus pupilas. Idiotas apaciguadores son los burócratas de corazón que entran a discutir detalles aceptando el atropello y eludiendo siempre el fondo, carentes de discurso y objetivos, convirtiendo necesariamente todos los éxitos en derrotas y todas las oportunidades en pifias; abundan en la derecha mal llamada liberal, en realidad conformista y oportunista.
A los que no son idiotas, o al menos no con dedicación completa y exclusiva, esta situación les abruma y hunde en la melancolía. ¿Qué puede hacerse en un país donde la conversación pública principal huye como de la peste de los verdaderos problemas y chapotea en enredos inventados y sentimentales, en las retorcidas estupideces propias de idiotas? ¿Cuándo y cómo los idiotas se hicieron con el control, echando a las personas responsables, honradas y conscientes? ¿Cómo lograron imponer su agenda, lenguaje y marco mental como únicos posibles? No es la primera vez que pasa, pero los precedentes son inquietantes: la derrota de Constantinopla a manos de los turcos mientras los teólogos debatían cuantos ángeles cabían en la punta de un alfiler; la España iliberal de Fernando VII y del Frente Popular de 1936 abalanzándose a la guerra civil; la caída mortal de Italia, Japón y Alemania en el fascismo militarista y totalitario…
Crisis constitucional
Sin embargo, hay una ventaja en esta degradación tan alienada que parece irreal, más parecida a una pesadilla en la que luchamos con una viscosa medusa gigante con rostro de Sánchez que a la política de una sociedad avanzada: empezaremos a reaccionar cuando no se pueda caer más bajo. El probable desmoronamiento del sistema embestido por la extrema idiotez del sanchismo abrirá una crisis constitucional tan profunda que exigirá una reforma también profunda, a prueba de idiotés ladrones de lo público en la medida de lo posible. Una versión mejorada de la Constitución del 78 con el Título VIII cambiado de arriba abajo, sin privilegios políticos ni fiscales y con división de poderes y contrapesos reforzados, hostil -en vez de favorable- al corrupto capitalismo de amiguetes, a la ineptocracia y al separatismo. Que sirva al menos para un par de generaciones, hasta que la próxima conjura de los necios, que nunca descansan, obligue a reconsiderarla.