ABC 20/11/13
IGNACIO CAMACHO
· Estamos mejor pero lejos de estar bien. El desgarro del sistema no se puede coser sólo con el hilo de la economía
Un Gobierno que cifró su objetivo unívoco en la crisis y que fue elegido para superarla tal vez tenga motivos de moderada satisfacción al cumplir la primera mitad del mandato. Ha embridado el déficit, ha estabilizado las cuentas y ha sorteado con éxito la amenaza cierta de quiebra que encontró hace dos años. A costa de duros recortes de servicios públicos y de un ajuste fiscal descargado sobre sus principales sectores de apoyo –las clases medias asfixiadas con subidas de impuestos y devaluaciones de salarios– ha evitado el rescate de la Troika y sentado las bases de una recuperación incontestable. Ya nadie se acuerda de los temidos hombresdenegro; ahora los maletines los traen ejecutivos de multinacionales dispuestos a invertir en una economía que dos veranos atrás tenía estigma de apestada. El viento ha cambiado de dirección aunque el cielo no esté despejado: la desmesurada tasa de paro apenas se mueve y el crecimiento es aún demasiado débil para que trascienda en la calle. El esfuerzo de una gestión antipática y del abierto incumplimiento del programa electoral tiene además un severo precio político patente en el desgaste abrasivo del PP. Pero mal que bien, la sensación dominante es la de que el motor averiado ha vuelto a ponerse en marcha. Hablar de éxito sería una ligereza prematura; estamos mejor pero lejos, muy lejos de estar bien.
Sucede además que la economía no es el único problema de este país afligido. La recesión ha destrozado muchos valores de la convivencia y se ha llevado por delante la herencia de la Transición, el modelo constitucional del 78. La gente no sólo ha dejado de creer en las instituciones y en los políticos; se ha evaporado la confianza en la propia política como agente de resolución ordenada de problemas cívicos. Y para mayor abundancia de males ha surgido un proyecto de ruptura, un desafío secesionista que compromete la esencia unitaria de la nación misma. Ante esta crisis de sistema el Gobierno muestra una pasividad exánime, un desalentador quietismo. Rajoy confía en que la mejoría económica disipe el desencanto y distienda el ceño fruncido de los ciudadanos; ha establecido una prioridad rígida en el restablecimiento y fía el futuro de la estabilidad institucional a ese resorte algo pancista.
Es improbable, sin embargo, que el roto en el tejido anímico de la sociedad se pueda coser sólo con números. El desgarro es demasiado grande. La dirigencia pública ha perdido su liderazgo y eso no se recobra con saldos positivos de cuenta corriente. Hace falta política, que es la debilidad de este Gabinete pensado para una reconstrucción de la economía competitiva. La cohesión emocional del país necesita otros bálsamos, otras actitudes y otras reformas. Si no llegan quizá podamos alejarnos de la recesión pero no saldremos de una depresión sociológica que agarrota el sistema nervioso del régimen democrático.