Javier Rupérez, EL IMPARCIAL.ES 04/12/12
En una democracia medianamente digna de tal nombre Artur Mas hubiera debido presentar su dimisión en la noche electoral del 25 de Noviembre. Y con él debió haberlo hecho también Josep Antoni Duran i Lleida, ese hábil correveidile de la política catalana que una vez más ha logrado hacer olvidar que su partido, Unión Democrática de Cataluña, forma parte de la coalición CiU que tan clamorosamente ha perdido estas últimas elecciones autonómicas. También seria de buen orden democrático —e incluso aconsejado por la simple decencia- que Durán siguiera las recomendaciones que estas últimas semanas se le han dirigido desde altas instancias del PP-incluyendo su Secretaria General, Dolores de Cospedal- y dimitiera de su puesto como Presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso de los Diputados de España.
Un miembro de una coalición confesadamente independentista como la suya debería aceptar por simple coherencia las demandas que en tal sentido se le hacen. Tanto más ahora cuanto que durante el fragor de la reciente campaña electoral el sedicente democristiano catalán afirmó sin pudor que en el Estado (se entiende el español) no hay cloacas porque “el Estado (se entiende el español) es una cloaca”. No se entiende bien que el autor de tan insigne frase se siga paseando por el mundo al amparo de un pasaporte diplomático —español, por supuesto-. Ya se lo advirtió Txiki Benegas al PP al comienzo de la legislatura:”No se os ocurra entregar la Presidencia de Exteriores a este personaje. No os traerá mas que quebraderos de cabeza”. Pero ya se sabe que eso de escarmentar en cabeza ajena no tiene fácil aprendizaje. Sobre todo si se trata de políticos.
Pero a lo que íbamos: la derrota de Mas y CiU es realmente estrepitosa y se debe medir no por el número total de escaños alcanzados -que efectivamente le otorgan una mayoría relativa sobre los demás contendientes- sino por los objetivos que el Presidente de la Generalitat de Cataluña se había marcado al convocar anticipadamente las elecciones: una mayoría “excepcional”, una mayoría “indestructible”, entendidas ambas como mayorías aplastantes que, en torno a las 90 diputados, le hubieran permitido a Mas, según sus peculiares concepciones del funcionamiento legal de la sociedad española, convocar un referéndum sobre la independencia de Cataluña. Cuyo resultado, huelga es decirlo, él creía conocer de antemano: un clamoroso asentimiento de la población catalana y un feliz e indoloro tránsito hacia la secesión de la España que “no los quiere y les explota”.
Cuando la distancia entre la realidad y los deseos es tan gigantesca la didascalia democrática -y la puramente humana- enseña que habría que sacar las consecuencias y actuar según su dictado. Es decir, reconocer el fracaso y dimitir. Ya sabemos, ya intuíamos, que no va a ser el caso. Pero los catalanes deben saber —y basta con asomarse a sus medios de comunicación, incluso a los mas adictos, para averiguarlo- que la inconsecuencia política y moral se traduce en una resultado de innegable patetismo: la Generalitat de Cataluña será gobernada, aunque todavía no sepamos exactamente la composición de su ejecutivo, por un Presidente desautorizado e incluso humillado en la mas osada de sus apuestas, la de la independencia. No es siempre fácil la gestión de las victorias. Difícil, si no imposible, la de las derrotas. Pero, en fin, allá Mas, Duran y compañía con su cavilaciones porque lo importante, como a escondidas reconocen muchos de sus conmilitones nacionalistas, “ha ganado España”. Que es lo que realmente importa.
Pero tras el fragor de la batalla, y aunque seamos a muchos a los que la historia no les haya cogido de sorpresa o nuevas, conviene repetir e interiorizar algunas de las lecciones aprendidas en el curso de estas últimas convulsas semanas, cuando el nacionalismo catalán decidió llegar haber llegado el momento de arrojar sobre el resto de España, como ya hiciera en 1934, el órdago de la independencia. La primera y básica: el nacionalismo es independentista y no tiene otro objetivo que conseguir la secesión de Cataluña. Al haber pronunciado la palabra maldita y haberla situado en el horizonte de las reclamaciones inmediatas e inaplazables CiU ha mostrado su verdadera cara. Apaños ulteriores de voluntad pactista no dejarán de ser lo que siempre fueron: fintas tácticas mientras se consolida la estrategia final. Si el resto del cuerpo político española olvidara lo sucedido y en aras de arreglos circunstanciales actuara como si nada hubiera pasado pecaría de un delito de lesa Constitución inducido por una suprema ceguera histórica. CiU no representa ya, suponiendo que en algún momento lo hiciera, al “nacionalismo moderado catalán” sino al independentismo puro y duro y como tal debe ser tratada la coalición y sus representantes en el ruedo de la política nacional.
Dos: y por si alguna duda cupiera, el nacionalismo —catalán en este caso pero aplicable a otros casos, dentro y fuera del ruedo ibérico- es mendaz, infantil y faltón. Construye sus reivindicaciones sobre mentiras, es un mercader de falsas ilusiones y solo tiene como recursos dialecticos el insulto y la descalificación del que estiman contrario. Es además tan osado como ignorante, tan presuntuoso como descerebrado. La continua exhibición de las quejas históricas, le permanente reclamación del victimismo, la venta de Europa como si se tratara de un derecho inalienable de la Cataluña inventada por los nacionalistas, la ignorancia de la ley nacional e internacional, la manipulación de la historia, la tergiversación de los datos económicos, el insulto permanente al resto de España y a sus habitantes son aspectos conocidos de antiguo pero ahora puestos crudamente de manifiesto en esta y penúltima vuelta de tuerca separatista. Pero visto lo visto y sufrido lo sufrido deberíamos saber los que todavía creemos en la virtualidad de la España que consagra la Constitución del 78 como “patria común e indivisible de todos los españoles” que el catálogo de recursos dramáticos forma parte del teatro organizado por los nacionalistas, que frente a sus excesos ellos no contemplan compromiso o cesión satisfactoria que no sea la independencia y que en consecuencia, estando como estamos ,o deberíamos, estar en un mundo de seres adultos y maduros ya no caben las bienintencionadas muestras de cariño tipo “catalanes cuanto os queremos” y otras especies del género llorón- delicuescente. Hablemos de lo que haya que hablar pero sabiendo que del lado de España hay un intransitable “non possumus”: la integridad territorial del país.
Tres: la indudable responsabilidad de los nacionalistas catalanes en la tragicomedia de la independencia no debe hacernos olvidar las responsabilidades que corresponden a todos aquellos que por desidia o buena voluntad han colaborado involuntariamente a la crecida del sentimiento independentista en Cataluña. La desviada creencia que con cesiones sucesivas se podía reconducir el carro del separatismo nos ha llevado a la situación que hoy contemplamos y que solo celebramos gracias al sentido común de una parte significativa del electorado catalán: el que en el momento de la verdad ha rehusado lanzarse al vacio incierto al que las promesas de Mas y Durán invitaban.
El tímido retraimiento de lo español en el que los poderes públicos nacionales se han refugiado durante tanto tiempo, como si la presencia de España en Cataluña fuera un insulto para sus habitantes; la dejación en el tema central de la enseñanza bilingüe; el olvido de que en la Constitución existe la figura de la alta inspección educativa, nunca utilizada por ningún gobierno de España en Cataluña —o en el País Vasco-; y la falta de respuesta a los continuos embates de la hidra nacionalista en diversos sectores de la vida diaria han contribuido a dejar en un relativo desamparo a todos aquellos que no tienen empacho en reconocer su españolidad y su catalanidad. Si queremos que el susto no se repita, aun sabiendo que de parte nacionalista no cejarán en el empeño, bueno sería que la institucionalidad española recuperara el sentido de las proporciones para hacer llegar a la hoy amedrentada población de Cataluña el sentido positivo y las indudables ventajas de participar en la aventura común de la España grande, hecha de libertad, diversidad y tolerancia. Precisamente los elementos de los que el nacionalismo debe prescindir para subsistir. No son pocos los que en Cataluña quieren seguir perteneciendo a España. Ofrezcámosles razones y protección para que salgan de las catacumbas al que el totalitarismo nacionalista les ha sumergido. Y ello no constituye inútil voluntarismo sino inmediato pragmatismo social y político: el contrario del que precisamente, y casi sin oposición, han practicado los nacionalistas catalanes durante los últimos treinta años.
Y cuatro: a España la salvarán los españoles y a los leguleyos portavoces de la Union Europea, trátese del Presidente de la Comisión o de algún Comisario, conviene concederles la limitada trascendencia que en este negociado tienen y en el que obviamente participan con un entusiasmo perfectamente descriptible. Todo el mundo —menos Mas, que hasta Duran ya estaba al tanto- sabia que el tránsito hacia la UE de una parte escindida de uno de sus estado miembros no es automático. Mas bien resulta complicado e incluso harto difícil. Pero lo que realmente cuenta es la voluntad nacional y su propia capacidad para mantener con todas sus consecuencias el principio internacionalmente consagrado de la integridad territorial de los estados pertenecientes a las Naciones Unidas. Por eso hizo y hace bien España en no reconocer la independencia de Kosovo, por mucho que nuestra actitud nos cueste recriminaciones constantes de alemanes y americanos: esa independencia fue el resultado de un acto unilateral que rompió la integridad territorial de Serbia.
Y por las mismas razones, en un terreno donde siempre es apreciada la coherencia, es dudoso que España haga bien en reconocer a Palestina como un estado observador de la ONU: no parece que la votación en la Asamblea General vaya a servir para facilitar la negociación en el Oriente Medio y se produce como un movimiento unilateral y no pactado por parte de la autoridad palestina en Cisjordania. Y, al tiempo, los nacionalistas catalanes no dejarán en su momento de subrayar la inconsistencia: ¿por qué España concede a Palestina el derecho de autodeterminación que niega a los catalanes? En esto de la política, sea nacional o exterior, la consistencia es siempre un bien muy apreciado por propios y extraños y como se ha venido observando en las últimas décadas los que suelen arrebujarse en los pañolones a cuadros que popularizó Arafat-los y las progres de nuestros pecados- suelen acabar por perder elecciones y sentido común. Pero, en fin, todo sea por convencer a los árabes de que España es mejor candidato al Consejo de Seguridad que Turquía.
Claro que aquí no acaba la historia. Ni sus lecciones. Siendo la mas importante la derivada del batacazo de la coalición independentista CiU no son menores las otras: que confrontados con el momento de la verdad partes significativas del electorado catalán han optado por los productos originarios y desconfiado de las imitaciones: ERC frente a CiU; Ciutadans frente al PSC y al PP; ICV frente al PSC. Ciertamente son los socialistas los que por propios méritos comparten en mayor medida el fracaso electoral de CiU, arrojando sobre su futuro regional y nacional mas obscuridades de las que ya acumulaban:¿dónde está el PSOE de Felipe González, que afirmaba tener la clave para la articulación territorial de España? Pero ahora, cuando ese papel casi en exclusiva pertenece al PP¸y no tanto por el bien del partido sino por el de España entera, y precisamente en la complicada coyuntura a la que nos ha arrojado la alocada apuesta independentista de Mas y de sus muchachos, muchos desasearían que su presencia en los territorios que los nacionalistas disputan —Cataluña y el País Vasco- no se limitara a un papel testimonial de acompañante o corifeo sino al de representante mayoritario y sin complejos de la España constitucional, al tiempo integradora y diversa. Esa a la que, por caminos tortuosos pero suficientemente claros, ha otorgado su confianza el electorado catalán que se la ha negado al independentismo cazurro y ahistórico de CiU.
Y una coda final: es de imprescindible y urgente salvación nacional que los responsables políticos, policiales y judiciales pongan definitivamente término al insoportable hedor de corrupción que desde hace décadas viene acompañando a la hegemonía nacionalista en el gobierno de Cataluña y que con sus innumerables ramificaciones arroja una perniciosa sombra de duda sobre el conjunto de la sociedad catalana y como consecuencia sobre España entera. Al final de la historia, el nacionalismo tiene más prosa que poesía. Y ambas huelen mal.
Javier Rupérez, EL IMPARCIAL.ES 04/12/12