IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Los motivos reales del sorpresivo cese de Ábalos son tan opacos como los sospechosos manejos de su mozo de los recados

Le ha estallado al Gobierno de Sánchez un escándalo del tipo de corrupción que puede hacerle más daño. La amnistía es un acto flagrante de corrupción política –impunidad a cambio de respaldo– pero la izquierda ha creado un marco mental en el que sólo merece penalización moral la deshonestidad económica, el agio. Y de eso va el caso Koldo, es decir, el caso Ábalos, porque fue su Ministerio, y no el de Illa, el que asumió durante la pandemia las compras centralizadas de material sanitario. Koldo era el hombre para todo, el palafrenero de confianza que lo mismo hacía de chófer que de pagafantas, de guardaespaldas que de mozo de los recados. Un personaje de la ‘política Torrente’, como el Tito Berni, sujeto principal de otro vidrioso gatuperio que ha quedado amortiguado en el plano mediático. Un merodeador de ambientes opacos cuyo perfil rudo contrasta con la pijomodernidad de los asesores, politólogos y susurradores varios que proliferan en el entorno monclovita con sus ipads bajo el brazo.

El problema esencial no es sin embargo estético sino ético, y señala al presidente porque el turbio entorno de Ábalos era un clamor en el partido que llegó hasta Moncloa y es presumible que motivara su sorpresivo apartamiento. Muchas personas, del Gabinete y de fuera de él, llevan tiempo reconociendo en privado el riesgo que percibían en ciertos signos externos y métodos poco usuales –pagos en metálico, por ejemplo– de manejar el dinero. El ministro, que era también el número dos de la organización socialista encajó mal el cese pero, más allá de alguna queja al bies, se mantuvo en silencio. Y en medio de esa espesura resalta el hecho, puesto de manifiesto por la investigación judicial, de que una sola empresa contratista, de escasa o casi nula actividad según sus balances previos, pasó en muy poco tiempo a facturar más de cincuenta millones de euros.

La inexplicada salida del ministro suscita ahora numerosos interrogantes retrospectivos. Y ninguno deja en buen lugar al líder del Ejecutivo, bien porque desconociese lo que se cocía en su más estrecho círculo o bien porque lo supiera y lo despachase con una destitución cuyos motivos subyacentes prefirió mantener en sigilo, sin dar conocimiento a la justicia de los posibles indicios de irregularidades o delitos. La comparación con el hermano de Ayuso es un recurso improcedente –y torcido– al menos mientras las diligencias abiertas no desemboquen en el mismo trámite de archivo. Hay muchas aclaraciones pendientes, incluido el papel del detenido en el asunto Delcy o su nombramiento como consejero de una empresa pública que de ningún modo encajaba en su limitada hoja de servicios. Cuando las respuestas son más incómodas que las preguntas se produce uno de esos conflictos que comprometen la responsabilidad de un político. Y mientras más duren las dudas, más difícil va a resultar eludir el compromiso.