Carmen Martínez Castro-El Debate
  • Además el empresariado español, como agente político, deja bastante que desear. Cada dos por tres se inventa una nueva asociación dedicada a hacer la guerra por su cuenta y a minar la influencia de la patronal CEOE porque cuando esta no la dirige un catalán les parece garbancera y poco chic

Una de las peculiaridades de nuestro país es que los empresarios, o quienes presumen de ello, prefieren hacer política a hacer empresa y así nos va. Buena parte del Ibex 35 vive de su capacidad para influir en los despachos del gobierno y dedican más tiempo e interés a conseguir un trato de favor para sus empresas que a mejorar la propia gestión. Ya sé que existen miles de empresarios pequeños, medianos e incluso grandes que no encajan en este modelo, pero esos hacen prosperar sus negocios desde el anonimato: no hacen comunicados, no crean partidos políticos ni se entretienen jugando a poner y quitar presidentes de gobierno. Quien no depende del favor del poder suele huir de la política como de la peste, pero ese no es el estilo de nuestras élites empresariales; el modelo que impera entre ellas es el de los patrocinadores de la cátedra fake de Begoña Gómez, por aquello de adorar al santo por la peana. Los empresarios de verdad son los que supieron decirle que no, pero esos –que los hubo– también permanecen en el anonimato.

Además el empresariado español, como agente político, deja bastante que desear. Cada dos por tres se inventa una nueva asociación dedicada a hacer la guerra por su cuenta y a minar la influencia de la patronal CEOE porque cuando esta no la dirige un catalán les parece garbancera y poco chic. Por lo que respecta a sus grandes apuestas políticas, desde la operación Roca a Ciudadanos, todas han derivado en sonoros fracasos que acaban en largas temporadas de gobiernos de izquierda, pero nunca escarmientan.

Este modelo tiene su versión más depurada en el empresariado catalán, tan cómplice del independentismo como víctima de sus excesos. Todavía hoy, siete años después de la intentona golpista, las empresas que se vieron obligadas a huir de Cataluña siguen sin creerse la cacareada normalización. Ni los indultos ni la amnistía ni el anuncio del insolidario concierto económico pactado por Sánchez con ERC –todos jaleados por entusiasmo por la patronal catalana– han conseguido que alguno de los huidos reconsidere su decisión. Las empresas siguen abandonando Cataluña y esa es la mayor prueba de cargo que se puede hacer contra sus representantes institucionales, expertos en el enjuague político, pero inéditos a la hora de mejorar las condiciones para el desarrollo de las empresas en su territorio.

Su última ocurrencia ha derivado en un bochorno que rivaliza con el protagonizado por los Mossos de Esquadra en la huida de Puigdemont. La élite empresarial catalana, al igual que los Mossos, se creyó a pies juntillas la engañifa de que el prófugo se iba a entregar voluntariamente a la Justicia y se aplicó como siempre a buscar la redención del independentismo más irredento. Preparó un comunicado de apoyo a Puigdemont, al que devolvían la condición de Molt Honorable y pedían al Tribunal Supremo –eso sí, con todo respeto– que no le aplicara la ley y le dejara en libertad. ¡Todo sea por la normalidad institucional! Tan normalizado era todo que hasta le enviaron a Puigdemont el texto por anticipado para que diera su visto bueno.

Imagino las carcajadas de prófugo al leer el papelín y pensar en el papelón de sus redactores. Y lo peor es que, al estilo José Mota, luego van y lo cuentan.