IGNACIO CAMACHO-ABC 

La enajenación del «procés» ha convertido el sistema político catalán en un barbecho de mediocridad

LA deriva independentista del procés no sólo ha fracturado la sociedad catalana sino que ha destruido su sistema político y arrasado su clase dirigente. La nomenclatura del nacionalismo está devastada, entre la cárcel, la huida y el desconcierto, y lo que queda en pie se parece a cualquier cosa menos a una élite. Los separatistas pueden ganar las elecciones porque su clientela se mantiene más o menos compacta alrededor del sentimiento victimista y de la frustración del sueño mitológico, pero para gobernar se han quedado sin cuadros y tendrán que recurrir a una banda de iluminados. El descenso de la calidad política e intelectual de la vida pública alcanza en Cataluña tintes dramáticos. Pujol y Maragall, un corrupto y un visionario errático, tenían capacidad de abstracción, proyecto y condiciones de liderazgo. Mas, un líder de cartón piedra, y Duran Lleida, un político de moqueta, parecen Adenauer y De Gaulle comparados con Puigdemont o Junqueras. Pero lo que viene detrás es aún peor, y como los cabezas de lista pueden acabar inhabilitados su sucesión será una tragicomedia. Sus candidaturas son un disparate, una cuerda de presos completada con activistas y talibanes de la independencia. El delfinato de Marta Rovira, que a duras penas sostiene un discurso de mínima autonomía mental, augura momentos de auténtica fiesta. 

Para hacerse una idea del descalabro basta decir que en este momento el líder más compacto de Cataluña, el de luces más largas, y ya es mucho arriesgar, se llama Miquel Iceta. Inés Arrimadas tiene coraje, frescura y fuerza, pero aún parece demasiado teledirigida por su jefe Albert Rivera. Una ciudad como Barcelona, que aspiraba a ser la capital del Mediterráneo, está en manos del populismo lacrimógeno de Ada Colau, heroína de un anticapitalismo insustancial y primario. Esto es lo que ha logrado la enajenación del dichoso proceso: ahuyentar todo atisbo de inteligencia colectiva y convertir la escena política en un barbecho de mediocridad, en un erial desolado. Ningún catalán con cierta proyección está dispuesto a aventurarse en ese páramo. 

Se podrá decir que no es mucho mejor el panorama nacional, donde un Rajoy desgastado, hierático, domina como un profesional rodeado de juveniles y aficionados. Ciertamente la política en su conjunto ha sufrido un deterioro notable de categoría individual y corporativa, pero el Estado, dicho así en abstracto, aún puede generar una cierta energía telúrica capaz de acabar con el desafío secesionista de un solo –aunque tardío y poco contundente– papirotazo. O de producir un relevo en la cúpula como el del Rey, de largo el político español más solvente y cualificado. En Cataluña, en cambio, la obsesiva alienación identitaria, el éxtasis autocontemplativo nacionalista, ha bloqueado cualquier esperanza de talento orgánico. Su clase política es un baldío: yermo, estéril, árido. Y va a pagarlo.