IGNACIO CAMACHO-ABC

La retirada de ETA abre un procès vasco-navarro ante el que cualquier tipo de pensamiento ilusorio conducirá al fracaso

EN el último (?) comunicado de ETA, de treinta líneas, hay más de veinte mentiras, eufemismos aparte, culminadas con la abracadabrante pirueta de abrazar la causa del feminismo, una pista de por dónde pretende el mundo radical abertzale digerir y dirigir su adaptación a nuevos objetivos. Pero en medio de toda esa infumable, acanallada y mendaz facundia –lo de «la honestidad de siempre» es una cumbre tragicómica del cinismo– hay una declaración de intenciones a la que conviene prestar oído, y es la del propósito de continuar su proyecto en el ámbito social y político. No se trata de que no lo hubieran hecho antes, puesto que Batasuna y sus marcas nunca han sido nunca otra cosa que un frente alternativo, sino de que ahora constituye un propósito explícito. Calladas las armas, la banda anuncia su continuidad como movimiento integrado en el bloque del independentismo. Una especie de Partido ETA dispuesto a proseguir «el proceso» –¿de qué nos sonará esta palabra?– «por otro camino», consciente de que la ley, tras el inmenso error de la legalización de Bildu, no puede impedírselo.

El patrón de la estrategia posterrorista es, claro, el del separatismo catalán, un modelo civilmente más sofisticado pero al que sin embargo lleva apreciable ventaja en la creación de un clima de intimidación del adversario. Y el primer escenario de su prueba de fuerza va a ser Navarra, convertida al efecto en tubo de ensayo. Tiene para ello el instrumental a mano: ya les hubiese gustado a los Mas, Puigdemont y compañía disponer de un portillo constitucional a la autodeterminación como el de la Disposición Transitoria Cuarta, que permite la consulta popular sobre la integración en el régimen autonómico vasco. Navarra no sólo es un elemento esencial para la mitología nacionalista, sino la clave para sumar masa crítica territorial y lingüística al marco

euskaldun. Perder de vista este factor –simbólicamente realzado el viernes por el encuentro en Bértiz de los presidentes Urkullu y Barkos– sería una de las equivocaciones más dramáticas que puede cometer el Estado.

La retirada de ETA abre un embrionario procés vasco-navarro. Significa el preludio de otro desafío soberanista en unas comunidades con casi plena independencia fiscal y con los partidos constitucionalistas prácticamente laminados. Cualquier tipo de pensamiento optimista o ilusorio, bien sobre la teórica «moderación» del PNV o sobre la inviabilidad de un plan de ruptura a corto o medio plazo, conducirá como en el caso de Cataluña a un amargo y probablemente tardío desengaño. Está escrito: la voluntad ha sido declarada y el plan trazado. Si de algo debería servir la desagradable experiencia catalana es de vacuna contra nuevos fracasos. Un conflicto de independencia es, a la vista queda, bien difícil de gestionar, pero dos al mismo tiempo representarían para cualquier nación un listón demasiado alto.