MIGUEL ÁNGEL QUINTANILLA-El Mundo
El autor considera que Pablo Casado tiene una tarea nada fácil para desplegar una agenda de ‘reformismo inteligente’. Y subraya que el cambio sólo será posible mediante un proyecto nacional coherente e integrador.
La palabra sobre la que ha girado la llegada de Pablo Casado a la Presidencia del Partido Popular ha sido «ilusión». Una palabra lo bastante prometedora y vacía de significado concreto como para admitir como compañera la palabra «integración». Eso significa dos cosas. Primero, que el estado de ánimo del partido era la desilusión, a la que estaba siguiendo la desintegración territorial y también la desintegración orgánica y electoral, al menos en medida suficiente como para que la de ilusionarse y reintegrarse fuera una propuesta movilizadora. Segundo, que lo que se ha votado mayoritariamente canjea una realidad actual («experiencia de gestión») percibida como frustrante, por un futuro aún inasible en el que las cosas serán distintas, con su promesa de aromas, colores y sonrisas aún intactos y con algún margen para ir concretándose, pero no mucho.
La desilusión con el Partido Popular comenzó el 30 de diciembre de 2011, apenas unos días después de que recibiera en las urnas un cheque en blanco firmado por 10.800.000 españoles. Lo que dijo, esencialmente, fue que no lo iba a cobrar. El descrédito del socialismo, expresado en la desilusionante comparecencia parlamentaria del 12 de mayo de 2010 de Rodríguez Zapatero, permitió el desplazamiento de voto que llevó al Partido Popular hasta el mejor resultado de su historia y al final del bipartidismo operativo por hundimiento de su pilar izquierdo. Pero en la rueda de prensa posterior a su segundo Consejo de Ministros, el PP decretó una suerte de estado de desilusión y adoptó un paquete de medidas tal que desde ese instante quedaba impedido para cumplir con la mayor parte de los compromisos adquiridos durante la campaña electoral, aunque no costaran nada. Anunciaba además que ese conjunto de medidas, que impactaban sobre las ya adoptadas por el anterior Gobierno socialista y que incluían, entre otros, un acuerdo de no disponibilidad de gasto por valor de 8.900 millones de euros añadidos, sólo era «el inicio del inicio» de una sucesión de disposiciones no deseadas, «extraordinarias y no previstas» que irían encaminadas en la misma dirección. España tenía que dejar de pensar en elegir su futuro.
Nuevamente, el depositario de una amplia mayoría electoral renunciaba a hacerla efectiva «dado el contexto». Es decir, que las ideas eran buenas, pero que no nos las podíamos permitir, que la España real era otra cosa y exigía suprimir cualquier proyecto y atenerse a lo que había, dejar de soñar. Exactamente lo mismo que había dicho el Partido Socialista. Realmente, ni se podía hacer más con menos, ni parecía posible reeditar las experiencias económicas y sociales de 1996-2004, ni estaba dispuesto el Partido Popular a cuidar la expresión nacional de la política, única capaz de superar en atractivo y en densidad moral al pueblo de los populistas, que vieron su oportunidad.
La política nacional quedaba sometida, por arriba, a la voluntad europea, presentada como ajena pese a no serlo; y, por abajo, a la voluntad de unas decenas de actores que amparados en la identidad territorial o asociativa erosionaban la idea de ciudadanía y de interés nacional, y se mostraban capaces de obtener interlocución privilegiada y de orientar las políticas y depredar los presupuestos.
Esto fue a más el 26 de abril de 2013, como resultado de una nueva rueda de prensa del Gobierno. Los planes de recuperación no estaban funcionando, se hacían necesarios nuevos ajustes y la legislatura terminaría en 2015 sin grandes novedades en el mercado de trabajo y con la deuda por encima del 100%. El plan de choque que el Gobierno había dicho tener ni había funcionado ni iba a funcionar. La corrupción, la amnistía fiscal y, en otras demarcaciones del mapa ideológico no económicas, la sensación de abandono o de desistimiento programático añadieron nuevos argumentos a la desafección, que pronto tuvieron su reflejo electoral.
La alternativa no era seguir gastando sin más, sino reconocer que, aun en la escasez, o precisamente en ella, hay muchas cosas que cuestan lo mismo, y que lo que nos queda es asignarles su valor y elegir bien. De eso no se puede desistir, con o sin crisis, con o sin ajuste, sin que el impacto social sea destructivo. Y se desistió.
Nada permitía, pues, que los casi 11 millones de españoles de 2011 permanecieran unidos, porque ninguna tarea común les era propuesta. España parecía abocada a un sálvese quien pueda ajeno a cualquier sentido de comunidad capaz de hacer de la crisis una experiencia nacional y cohesiva. Y sin sentido de comunidad ningún crack de la comunicación, si es que tal cosa existe, puede mantener vivo un proyecto nacional.
El problema hoy para el Partido Popular de la ilusión es que brega con una agenda que no le va a ayudar a desplegar en tiempo útil su promesa de cambio. Ni la fractura territorial, ni la gestión de la inmigración ilegal masiva, ni la revisión fiscal de un modelo económico menos asentado de lo que se ha pretendido han sido elevadas aún a parte de una idea nacional «proyectiva», «electiva», «anticipatoria» y, «en suma, libre», por emplear las palabras que Marías vincula a la ilusión. Hay, todavía, una posición jurídico-institucional reactiva orientada a la preservación de un orden cuya idoneidad como modelo deseable es precisamente lo que el revisionismo político ha logrado poner en cuestión, ayudado por la crisis y por los errores de muchos. Y realmente no es una tarea fácil cambiar eso, porque requiere dosis muy medidas de continuidad y también de cambio, de persuasión hacia dentro y hacia fuera; es decir, de reformismo inteligente. Pero que Puigdemont odie España no puede significar que renunciamos a mejorarla. Eso sí, a nuestra conveniencia, no a la suya.
SERÁ NECESARIO ponerse a ello, si no se quiere terminar muy pronto de nuevo en el enfoque gerencial de ley y orden (que en ausencia de algo más ambicioso sólo puede significar esta ley y este orden y, en la práctica, una no ley y puro desorden), en absoluto ilusionante, que arruinaría un genuino deseo de cambio. El cambio sólo será posible mediante un proyecto nacional coherente, integrador «de territorios, generaciones e ideologías», según afirmó acertadamente el presidente del PP en su primer discurso ante el plenario, y, en suma, a la altura de los compromisos contraídos y con capacidad de crear comunidad pronto y en la medida necesaria.
Las inercias son poderosas, las agendas no siempre se eligen sino que nos salen al paso, y los medios piden cada día algo más de trazo grueso que permita ahorrarse matices y detalles. Pero el PP ha anunciado para el otoño una Convención, y no una de las de siempre, sino de carácter ideológico y con contenido real. Quizá ése sea el momento de iniciar la elaboración del proyecto político de fondo que necesita un país que ha perdido la ilusión y no ve claro su futuro. Ilusión que, recuérdese, no es reacción, por intensa y ágil que sea, ante Puigdemont, Sánchez o Rivera, sino que es anticipación.
Miguel Ángel Quintanilla Navarro es director académico del Instituto Atlántico de Gobierno.