JORGE BUSTOS-El Mundo

La victoria de Pablo Casado no debería sorprender a nadie. Si la fortuna ayuda a los audaces y si la política occidental está recorrida por el rechazo al elitismo inercial de las estructuras tradicionales de poder, cabía esperar que Soraya Sáenz de Santamaría fuera apeada del puente de mando en cuanto se le permitiera elegir a la militancia. Es lo malo de dejar votar a la gente, que acaba votando lo que le da la gana. Lo que mejor le llega.

Casado ha podido levantar en mes y medio un liderazgo propio porque tenía un líder dentro, largamente gestado, que el tapón marianista impedía salir. Durante su energizante discurso –una pieza notable de oratoria, directa al corazón del compromisario y a las piernas del público, que no pudo evitar ponerse en pie hasta cinco veces–, el orador sudaba no porque Soraya tuviera secuestrados a sus hijos, como apuntó un malvado tuitero, sino porque estaba de parto: estaba alumbrando al próximo presidente del partido.

En realidad, y ahora se da cuenta, le hizo un favor Rajoy relegándolo a responsabilidades subalternas –mayormente la ingesta de marrones ajenos–, porque eso le brindó, como en boxeo, la distancia necesaria para que sus golpes medidos alcanzaran el cuerpo del adversario. Que no era un hombre, sino toda una etapa. Este congreso ha sido un juicio al marianismo, y el marianismo ha sido condenado a muerte. De nada sirvió el potente alegato personalista de Rajoy la víspera de la votación, ni la ovación pavarottiana con que el auditorio en realidad se ovacionaba a sí mismo, se lamía las heridas infligidas por la moción de censura.

La terapia parroquial duró lo que un funeral protocolario: al día siguiente los compromisarios se levantaron con ganas de futuro. Y de ese futuro debía quedar excluida la albacea del marianismo, al menos como cabeza visible.

Casado ha demostrado la astucia necesaria para enarbolar el mensaje insurgente del orgullo de la derecha en un partido esclerotizado por la tecnocracia y las sucesiones controladas. Pero tampoco se puede decir que sea un outsider: hace ocho años, cuando yo cubría los distritos de Madrid para un modesto periódico local, ya me dijeron que Casado sería un día presidente. Se hablaba de él en voz baja, como de una promesa segura, como si las promesas seguras existieran en política.

Ha logrado consumar aquellos rumores sirviéndose de la ocasión, como pedía Maquiavelo: calibró perfectamente que la destrucción mutua asegurada entre Cospedal y Santamaría le abría una ventana de oportunidad, como dicen los cursis, y confió en la espantada de Feijóo.

Luego se lanzó a la carretera, fiado de su solvencia comunicativa, trabajada en infinitas tertulias y comparecencias. «A menudo tengo que explicar a mis compañeros que los periodistas no sois el enemigo», me confesó un día. Es decir, la actitud opuesta al recelo marianista o a la altivez sorayista. Soraya, por cierto, ofreció un discurso tan mecánico que hasta el numerito del abanico parecía ensayado ante el espejo como un tema de oposición.

Pero Casado ha ganado fundamentalmente porque, para liderar un partido de derechas, conviene no avergonzarse de los votantes de derechas. Se ha atrevido a desafiar de frente la superioridad moral de la izquierda, disputándole al progresismo mainstream la hegemonía cultural del discurso en España. Conoce al votante, habla como él, no anda justificándose para que la izquierda le perdone la vida y le tolere un pedazo de pastel en el gran festín socialdemócrata. Pero ahora tendrá que elegir: si persiste en el esencialismo, Ciudadanos se hará fuerte en el centro. Si modera el mensaje, corre el riesgo de desmovilizar a aquellos a quienes acaba de devolver la ilusión. Aquellos a quienes acaba de cancelarles la vergüenza de ser del PP.

El joven político palentino tiene por delante un camino arduo de pacificación, reparto de cuotas y cirugía reconstructiva, pero la contundencia de su victoria le concede la mayor legitimidad que nunca haya tenido un líder del PP. Él es el primero elegido por las bases. Casado casó el antisorayismo vencedor y ahora debe casar el sorayismo derrotado. Pero en todas las ceremonias ahora manda él. Se lo ha ganado. El marianismo ha muerto: el casadismo aún debe nacer.