EL MUNDO – 17/06/15 – NICOLÁS REDONDO TERREROS
· La política española, tan basada en la exclusión y el frentismo, hace que para los socialistas los ‘populares’ sigan siendo esos ‘herederos del franquismo’ con los que no se puede pactar ninguna fórmula de gobierno.
Los resultados de las elecciones del 24 de mayo permiten plantear las principales cuestiones de la política española que venían postergándose por el juego exclusivo de dos fuerzas nacionales monopolísticas y dos fuerzas nacionalistas igualmente predominantes en sus respectivas comunidades y con una influencia, por otro lado, determinante en la escena política nacional. La política de pactos que se ha configurado en los ayuntamientos y en la mayoría de las Comunidades Autónomas inspira preguntas y cuestiones más allá de lo puramente aparente. ¿No son posibles acuerdos por los cuales el PP pueda gobernar con los votos de los socialistas en ningún momento y bajo ninguna circunstancia? Lo contrario, el gobierno de los socialistas con el apoyo de los populares ya se ha dado, por lo tanto es posible. ¿Sigue siendo el PSOE la fuerza política más dinámica de la izquierda? ¿Se puede hablar, sin matices, de una única izquierda? ¿Por qué en España domina lo particular, la ideología de cada partido, sobre lo común, el sistema constitucional?
España es un país en el que nunca se termina de olvidar el pasado. La memoria, tan intensa como de corto alcance, sustituye, paradójicamente, a un conocimiento mínimo de la Historia, que alumbra sin cegar. Después de 37 años de democracia y 40 de dictadura volvemos continuamente a la Guerra Civil. Toda la política española está dominada por la simbología y los sentimentalismos, pasados por las necesarias dosis de nostalgia, de aquellos años tumultuosos. En la vida pública, eximo al ámbito académico en el que unos pocos salvan a todos, la visión del pasado es monolítica y vívida –sin críticas ni grietas–, en los comportamientos y apuestas ideológicas que desangraron España. Para numerosos integrantes de la izquierda el PP es el heredero del franquismo; son «los otros» y están obligados a «purgar sus responsabilidades eternamente».
Y esto es así no sólo para dirigentes advenedizos, sobrevenidos o sin cabeza; dirigentes de la Transición también pasan, sin sonrojarse, de alabar los logros de aquel periodo en cenas homenaje o en fiestas de aniversario, a justificar políticas de claro contenido excluyente, o, las más de las veces, a hacer mutis por el foro y callar para no molestar a su clientela. Esta división se ha convertido en la forma de que prevalezca una memoria colectiva más épica y más honrosa que el verdadero pasado de quienes la invocan o el de sus familias. Siguen manteniendo imaginariamente vivo al dictador, para ganarle siempre que sea necesario, en un intento paranoico de olvidar que por desgracia murió en la cama; y que no lo hiciera pacíficamente no se debió a las fuerzas sociales ni a los sectores más dinámicos de la izquierda, sino a una familia intrigante que alargó desesperadamente su agonía con la voluntad de evitar lo inevitable.
Pero no se me oculta que también ha habido un minucioso e irresponsable cálculo político: hacer del PP el heredero de Franco y el responsable de la guerra civil le saca fuera del círculo virtuoso de los pactos políticos y todo lo que se haga contra ellos, contra los otros, no necesita explicación. El problema se plantea hoy, cuando el PSOE no lidera este círculo virtuoso y artificial, y lo que aislaba a la derecha, en un juego de escaso peligro, hoy esclaviza a los socialistas. Después de 30 años, el Partido Socialista ve cómo está en las manos de un partido emergente, dinámico, con unos dirigentes que creen ser instrumentos de la providencia, la llamen divina o la sepan terrenal e ideológica, y no se encuentra con fuerzas ni legitimación para pactar con «los otros». En fin, en estos momentos el PSOE se encuentra prisionero de su círculo virtuoso, elaborado con vergüenzas personales y cálculo político hace tiempo.
Por su parte, la derecha o, seamos menos confusos, una parte de ella, no evita exhibir las estantiguas de la Guerra civil para, utilizando el miedo a que se repita uno de los episodios más tristes de nuestra Historia, aglutinar a su electorado. El recuerdo de desmanes, de crímenes, de desorden, de ausencia de seguridad y el comportamiento totalitario y estalinista del PCE durante la II República, que en gran parte ha pasado al olvido gracias a la larga y dura lucha contra el franquismo, siempre han sido un eficaz instrumento para aglutinar el rebaño. Parecen satisfechos representando una España inmarcesible, pura y granítica; desde donde todo lo que no sea amoldable a su idea canónica de España supone su fin, su quiebra. De esta forma, aunque muchos luchamos porque la apuesta política del 78 supusiera el triunfo de la tercera España, seguimos prisioneros de las dinámicas políticas del treinta y seis; por suerte, sin la violencia de aquellos aciagos años.
Por desgracia, el momento de hacer posible en España lo que en otros países se desarrolla con normalidad, ha llegado con un PP sin capacidad de maniobra, torturado por los casos de corrupción e indeciso ante la encrucijada política que los nuevos tiempos presentan a todos los partidos políticos en Europa, y con un Partido Socialista a la defensiva, debilitado y perplejo ante el empuje de otras expresiones en la izquierda, y sabiendo que han perdido la posición monopolística en su ámbito ideológico. Momento confuso que les lleva a ambos a enrocarse en vez de a abrirse, a sobrevivir en vez de refundarse, a seguir haciendo lo que han hecho hasta ahora en vez de cambiar.
Por el contrario, yo pienso, como bien saben los que han seguido mis artículos y mi trayectoria política, que los pactos con la derecha en ocasiones son inevitables y pueden ser entendidos por la mayoría de nuestros conciudadanos, que no viven con pasión la trifulca ideológica, ni sueñan ni se despiertan pensando en la República y en la Guerra civil; ni se lamentan ni gritan, con estridencia meridional, porque no fuéramos capaces –¡tantos como dicen que éramos!– de evitar que Franco muriera en su cama.
Por desgracia, como ha sucedido tantas veces en la Historia, la sociedad aprende antes y mejor que sus dirigentes. El fortalecimiento de los denominadores comunes en los que se basa nuestra convivencia, algunos retos que nadie puede emprender con fuerza suficiente por separado, la estabilidad política en algunos momentos, no siempre, y en algunas instituciones, no en todas, hacen necesaria la complicidad institucional del centro derecha y del centro izquierda. Influidos por ese presente pretérito, sigue dominando lo que nos caracteriza ideológicamente a lo que nos debería unir: el convencimiento de pertenecer a una nación de ciudadanos, con nuestros conflictos y nuestros intereses, con nuestras pasiones y sentimientos, frecuentemente enfrentados; pero con reglas y normas, cauces e instituciones comunes, capaces de equilibrar pacíficamente esa abigarrada pluralidad. Dicho de otra forma, seguimos sin tener una idea cabal de lo común, no creemos en la idea de nación como lo hacen en los países de nuestro entorno. Por el contrario, reservamos la idea de patriotismo a las siglas partidarias y los dirigentes de los partidos nos consideran menos como ciudadanos que como simpatizantes.
En ese ambiente pleno de sectarismo, en el que siempre nos dirigimos a los nuestros, prevalece el yo sobre el nosotros, lo nuestro sobre lo de todos, el partido sobre la nación. Por eso es más fácil el pacto ideológico que el pacto nacional, la interpretación partidaria de los intereses generales que una consensuada y negociada por los diferentes. Y por todo ello, hoy por hoy el pacto entre el PSOE y el PP, es imposible.
Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.