Vicente Vallés-El Confidencial
- La lista es tan larga que no hay espacio suficiente en un corto artículo de prensa. Ahora, la orgía de muertes se repite en Ucrania. Causa-efecto. Acción-reacción
El 11 de marzo de 2014, el economista ruso Alexander Pochinok cometió un error conmovedor y definitivo. Aceptó ser entrevistado en televisión para comentar el negativo efecto económico que tendría para Rusia la anexión de la península ucraniana de Crimea, proceso que estaba en marcha en ese momento. Era una voz autorizada: el presidente Vladimir Putin le había nombrado ministro de Hacienda (1999-2000) y, posteriormente, de Trabajo y Desarrollo Social (2000-2004). Ante las cámaras, el exministro no mostró el entusiasmo debido con la ocupación de Crimea: «Nos costará trillones de rublos». Alexander Pochinok murió repentinamente siete días más tarde por un problema de corazón.
Igor Sergun era el máximo responsable del GRU, el servicio ruso de inteligencia militar. Tuvo una actuación muy destacada en la apropiación de Crimea. También fue destinado a Siria. Los informes publicados en la época, según filtraciones desde Moscú, indicaban que el Kremlin le había encargado desmontar el régimen de Al Asad y negociar con los rebeldes (luego, los planes rusos cambiaron). Tres semanas después de reunirse con Al Asad, Igor Sergun sufrió una «muerte inesperada» por un problema de corazón, según fuentes oficiales. El gobierno ruso declaró que «Sergun fue un hombre de gran coraje y un verdadero patriota».
El 28 de abril de 2014 se proclamó la independencia de la autodenominada República Popular de Lugansk, un pequeño territorio al este de Ucrania, en la frontera con Rusia. Fue reconocido por Osetia del Sur, que, a su vez, pretendía independizarse de Georgia, que, a su vez, trataba de mantenerse independiente de la égida rusa. La propia Osetia del Sur era reconocida, a su vez, por Rusia, Nicaragua, Venezuela y la paradisíaca isla de Nauru. Valeri Bolotov fue el primer ‘jefe de Estado’ de Lugansk. Había sido miembro del ejército ruso. En esas circunstancias resultaba difícil convencer al mundo de que el levantamiento prorruso en esta región ucraniana nada tenía que ver con las autoridades de Moscú. Rusia forzó su caída, como la de otros incómodos líderes levantiscos de la zona, porque con ellos era imposible disimular que estaban bajo el control del Kremlin. Bolotov, de vuelta en Rusia, murió en 2017 por un problema de corazón, aunque informes posteriores no encontraron pruebas al respecto, y su mujer sospechaba que había sido envenenado.
Cuatro meses antes, Gennady Tsyplakov, autoerigido primer ministro de la autoerigida República Popular de Lugansk, amaneció ahorcado en una celda. Había sido detenido bajo la acusación de organizar un golpe de estado contra otro autoerigido líder de la misma autoerigida República Popular, llamado Igor Plotnitski. Según la versión oficial, Tsyplakov se suicidó debido a sus «remordimientos» insoportables por el crimen que había cometido. Tenía 43 años cuando se percató de su error.
En esos días de 2016, el autoerigido presidente de la autoerigida República Popular de Donetsk, Alexander Zajarchenko, se adelantó seis años a los acontecimientos y en una entrevista dijo que caería Kiev, y que se implantaría la República de Malorossia, o Rusia Menor, sobre el territorio de Ucrania. También predijo que después, las tropas de Rusia y Rusia Menor avanzarán hacia el oeste, tomarán Berlín y acabarán conquistando el Reino Unido, porque «los anglosajones son el mal de nuestro destino ruso; si lo logramos, la edad de oro de Rusia llegará». Zajarchenko había tomado posesión de su ‘cargo’ rodeado de individuos disfrazados de cosacos. En 2018, cuando iba a comer en el restaurante Separ (por separatista) de Donetsk, una bomba acabó con sus 42 años de vida. Moscú acusó a Kiev. Kiev dijo que el atentado era fruto de las luchas intestinas en el bando ruso.
Vitali Kiseliov, responsable de la milicia de Lugansk, murió durante un interrogatorio. Era conocido como El Comunista: solía llevar una gorra con la estrella soviética. Arseni Pavlov fue destrozado por una bomba dentro de un ascensor. «He ejecutado a quince prisioneros ucranianos y me importa una mierda lo que opinen de mí», dejó dicho. Kiev y Moscú se culparon mutuamente de su óbito a los 33 años. «El corazón de Serguéi Litvin se detuvo de forma inesperada», según informó un amigo, a pesar de que tal corazón apenas tenía 43 años. Había sido ‘ministro’ de Lugansk. Una bomba estalló en el coche de Oleg Anashchenko, coronel de la milicia de Lugansk. El teniente coronel de las milicias de Donetsk Mijaíl Sergueyevich, jefe del temido Batallón Somalí, murió debido a una explosión. Alexander Bednov, jefe del Batallón Batman, murió en una emboscada. A Pável Driomov, de los Cosacos de Lugansk, le pusieron una bomba en su coche 24 horas antes de casarse.
La lista es tan larga que no hay espacio suficiente en un corto artículo de prensa. Ahora, la orgía de muertes se repite en Ucrania. Causa-efecto. Acción-reacción. Es un sangriento modo de actuar soviético, un patrón que se mantiene desde hace un siglo, y que el exagente del KGB Vladímir Putin no quiere detener. Como declaró en cierta ocasión el propio Putin: «¿Exagente del KGB? Eso no existe».