Cada mañana el gobierno informa de un nuevo método para suspender los planes secesionistas. De la ley de defensa nacional al artículo 155, pasando por el estado de excepción, hay un nutrido catálogo que hasta incluye la confortable posibilidad de dejarlo todo en manos del Tribunal Constitucional. El gobierno, tan puramente aviar que ha oscilado entre la táctica del avestruz y el vuelo gallináceo, sigue haciendo sobre todo el pavo. La mañana del 24 de diciembre todos los pavos del mundo se desperezan pensando que hoy será otro día feliz, cargado de pienso y cositas buenas. Pero no. El hecho de que un golpe como el que se prepara en Cataluña jamás haya pasado en una democracia no es garantía de que no vaya a pasar. Lo cierto es que el Gobierno va a enfrentarse a una situación inédita que desembocará inexorablemente en lo que nadie quiere nombrar, supersticiosamente confiado en que lo que no se nombra no ocurre. Durante un tiempo indeterminado el Gobierno deberá hacerse cargo de la gestión de la autonomía catalana, de sus principales instituciones, de su orden público y sus finanzas. Y es probable que esa gestión excepcional deba convivir con la inhabilitación y desobediencia de las élites políticas autonómicas, con disturbios organizados por una fracción del secesionismo y con el desconcierto de la inmensa mayoría de los ciudadanos.
Este paisaje de intervención que dejará a la Cataluña política bloqueada y sin gobierno, pero que no liquidará la rítmica voluntad de los ciudadanos, tan bien sintetizada por el dicho francés métro, boulot, dodo (y playa y Champions), solo tiene como alternativa la rendición de los secesionistas o la rendición del Estado. Es decir, las mismas alternativas que rigieron frente al terrorismo vasco. A estas alturas, en el enfrentamiento decretado por la ley de la fuerza contra la fuerza de la ley ya solo opera un mismo sustantivo a cada lado.