TSEVAN RABTAN-EL MUNDO

El autor analiza la sentencia del Supremo sobre violencia de género que aplica la asimetría penal que aprobaron las Cortes en 2004, fue declarada constitucional y apoyada y bendecida por la mayoría de los juristas.

UNA MUJER pega un puñetazo a un hombre. Él responde con un tortazo. Ella le da una patada. Sucede a la puerta de una discoteca y la causa de la agresión inicial es una discusión sobre el momento en que han de volver a la casa común, ya que son pareja. No hay lesiones y no se denuncian entre sí. Los hechos los observa un agente de la Policía Nacional, que es quien denuncia. En términos llanos, la inmensa mayoría de las personas consideraría que la conducta de ambos es reprobable, pero que lo es en mayor medida la de la mujer. Ella da un puñetazo; él un tortazo. Ella agrede primero; él responde a una agresión previa. Ella agrede dos veces; él, una. Lo racional es que, dentro del margen de discrecionalidad que siempre ha de tener un juez, hubieran sido condenados a una pena o idéntica o mayor en el caso de la mujer.

De ahí el revuelo provocado por la sentencia del pleno del Tribunal Supremo de 20/12/2018 conocida anteayer, que condena a la mujer a una pena de prisión de tres meses y al hombre a una pena de prisión de seis. Siento decirlo: el revuelo está injustificado. La sentencia aplica la asimetría penal que aprobaron unánimemente las Cortes en 2004, declarada constitucional por el Tribunal Constitucional, y apoyada y bendecida por la mayoría de los juristas, pese a que –en mi opinión de siempre– se tratase de una reforma aberrante. Se legisló sobre una ola de indignación moral, olvidándonos de principios sagrados y queriendo resolver problemas complejísimos –en sus causas y componentes próximos y lejanos– con el instrumento más inadecuado para hacerlo: el Código Penal. La ley penal debería ser el templo de la igualdad. Se profanó y de ese acto blasfemo provienen los males actuales. Por cierto, recordemos esto ahora que el populismo punitivo se está vendiendo como solución mágica a gravísimos delitos.

Se suele olvidar la legislación anterior a 2004 en esta materia, pero es importante tenerla en cuenta para comprender cuándo se jodió el Perú. La preocupación de la sociedad española por los asesinatos de mujeres a manos de sus parejas masculinas desembocó en la asunción de la idea –discutible, pero razonable– de que las pequeñas agresiones, coacciones y amenazas, bien aisladas, bien habituales, en el ámbito de la pareja, debían castigarse más gravemente. Lo que fuera de una relación de pareja –o familiar– sería una simple falta (hoy un delito leve), dentro de ella debería ser delito. Esta reforma, que no incluía ninguna diferencia entre hombres y mujeres, necesariamente habría supuesto que muchos más hombres fuesen condenados como autores de delitos, ya que son muchos más los hombres que agreden a sus parejas que al contrario. El efecto de prevención se habría obtenido con independencia del sexo de agresor y agredido. Es decir, sin romper nada. Sin embargo, esto no pareció suficiente. Se reformó la reforma. La ley de 2004 decidió castigar la «violencia de género», pero a la bíblica manera, de forma que la mano derecha no supiera lo que hace la izquierda, definiéndola en la ley, pero no incluyéndola como requisito en los delitos. El primer artículo de la ley integral dictó qué era la violencia de género: la «manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres», pero, a continuación, se aprobó que toda agresión de un hombre a una mujer sin más, si existía una relación de afectividad, era más grave que la de la mujer al hombre; y ello aunque el agresor fuese alto cargo de Podemos, feminista militante y entusiasta ferviente de la existencia de una estructura heteropatriarcal que nos empapa desde la infancia, se reproduce en los más nimios gestos cotidianos y lo explica todo, y la agresión se produjese por una discusión sobre la custodia del gato.

Como este engrudo era indigerible, el Tribunal Constitucional, transformando el sapo en un sapo constitucional, admitió que el agresor pudiera probar que no se daba ese contexto de dominación. Esta solución seguía siendo incivilizada, porque invertía la presunción de inocencia sobre un elemento objetivo que agrava su conducta. Y en esto se basa la sentencia del Tribunal Supremo: la norma penal sólo exige la agresión, la relación de pareja y el dolo general (la voluntad de agredir). Por tanto, no hay que probar ni la existencia del «contexto» ni la existencia de una intención específica, que no es elemento del delito, porque el legislador presumió que se daba siempre. Todo lo más, como he dicho, el acusado puede intentar probar que ese contexto no se da en absoluto en el caso concreto. Algo que no es nuevo. Por ejemplo, los delitos de tráfico de droga no exigen en ésta una determinada pureza, pero si la droga intervenida tiene un componente activo tan minúsculo que no puede producir su efecto habitual, no hay delito.

Frente a esto, se alza el melancólico voto particular de cuatro magistrados, que llegan a una conclusión diferente. Digo melancólico, porque se produce en la errónea línea de forzar la ley y la sentencia del Tribunal Constitucional para salvar aquella. Sostiene que, aunque no se exija un ánimo machista como elemento típico, la acusación sí ha de probar que existe ese contexto machista en la agresión, que no se presume, y que, con independencia de la intención del agresor, este haya asumido ese contexto con su conducta, que pasa a ser un ejemplo más de comportamientos de ese tipo. Porque –nos dicen–, de lo contrario, la norma sería inconstitucional. Ay. Es que la norma es inconstitucional, por mucho que mande el que manda, haya dicho otra cosa y no nos quede sino obedecer. Esta línea jurisprudencial propuesta, que exige prueba del contexto de dominación y declaración así en la sentencia, sería una modificación de la ley vedada a los jueces, y no una simple interpretación.

Además, esa posición de la minoría es un parche que nos sitúa en el terreno de la indefensión y la arbitrariedad. Lo explicaré con una cita de la propia jurisprudencia del Tribunal Supremo que aparece en el voto particular: «No es exigible un dolo específico dirigido a subordinar, humillar o dominar a la mujer. Basta que el autor conozca que con la conducta que ejecuta sitúa a la mujer en esa posición subordinada, humillada o dominada. Y que, sabiéndolo, decida ejecutar la conducta imputada». Si ya suele ser difícil en ocasiones saber si alguien actúa concretamente con un ánimo racista o machista, imagínense llegar a la conclusión de que alguien –que no quiere humillar o dominar a una mujer– sabe que esa conducta sí la humilla en un sentido machista (¿menudo galimatías, verdad?).

DE HECHO,en el caso de las agresiones, ¿no se humilla o domina en cierta forma al agredido siempre? Sí, también la mujer que da un puñetazo a un hombre lo humilla y domina. ¿Es sensato dejar a decisión de cada juez si una conducta objetivamente reproduce algo sobre lo que ni siquiera los expertos se ponen de acuerdo en cuanto a sus definiciones y causas? Y pregúntense qué respuesta se dará a esto desde una perspectiva de género. Voy a reiterarlo: según esta tesis no es preciso un ánimo machista, pero sí una intención de obrar «machistamente». Imaginen al borracho de madrugada que pega a su mujer mientras se plantea si, aunque no tiene intención concreta de humillarla o someterla, pese a ello está asumiendo con su conducta, al menos con dolo eventual, la reproducción de una estructura cultural milenaria. Bueno, imaginen al borracho o a un catedrático de sociología sobrio.

Da igual, en todo caso. La mayoría de los magistrados del Tribunal Supremo lo ha dicho con claridad: la ley decidió que determinadas conductas, idénticas a otras, se penasen más gravemente porque se presumen realizadas conforme a una pauta cultural. Los hombres, hoy, pagamos por una herencia secular; por un pecado original. Dimos nuestra bendición a este disparate. Solo hay un camino: admitir el error y cambiar la ley. No incluir en el Código Penal constructos que no se pueden discutir sin que te acusen de machista y penar igual las conductas iguales. Recuerden: ella le pega un puñetazo, él, una torta, ella, una patada. Pero la ley dice que lo de él es peor. No cualquier ley: la ley que te lleva a prisión.

Tsevan Rabtan es autor de Atlas del bien y del mal (GeoPlaneta, 2017).