El Correo-MANUEL MONTERO
Mientras continuemos mareando la perdiz que relativiza el terror y discute si estuvo justificado o fue una violencia más seguiremos en la sociedad tullida que comenzó a crearse hace sesenta años
La historia de ETA presenta algunas circunstancias lacerantes. Primera estación: los grupos y personajes que alumbraron la bicha hace sesenta años asumieron la opción terrorista y la práctica de la violencia política con una sorprendente facilidad. Rompía con las nociones tradicionales del nacionalismo que, pese a sus sectarismos, concebían al pueblo vasco como un dechado de virtudes éticas, tocado por una especie de nobleza colectiva en torno a creencias religiosas. Ese bagaje histórico saltó por los aires en cuanto se articuló una alternativa política en torno a la idea de la violencia, que se hizo con el lugar central en la reflexión nacionalista, fuese moderada o radical, lugar que no abandonaría durante décadas. Consumió más que cualquier otro postulado ideológico.
Fue el pecado original: la facilidad e incluso complacencia con que se asumió el terror. Siguiente estación: desde el nacionalismo no fue objeto de una oposición crítica que argumentase a partir de la ética y de la defensa de convicciones democráticas. Imaginar que la represión franquista justificó sin más tal asunción del terror equivale a una especie de coartada que lo presentaría como una opción forzada. El País Vasco compartió la represión con el resto de España, pero fue único en el posicionamiento violento. Además, la línea nacionalista que desembocó en ETA no planteó, frente al franquismo, la posibilidad de una apuesta por la democracia, con la reivindicación del pluralismo, la tolerancia, los derechos humanos, la libertad de expresión, etc. Estos valores no contaron en el nacionalismo radical. Desarrolló una especie de mimesis con la dictadura franquista. Todo se desplazó hacia el enfrentamiento armado.En la intensa radicalización no se conoce ninguna argumentación contra la violencia que pudiera considerarse democrática.
Fue al comienzo y después. Durante la Transición anidaron en el País Vasco casi todos los ‘ismos’ que hicieron furor en los años sesenta. Nacionalismo revolucionario, tercermundismo, comunismo, socialismo, trostkismo, maoísmo… ¿Todos? Faltó el pacifismo. Una personalidad central en la época y un movimiento que estaba en boga no jugó ningún papel en la vorágine ideológica del País Vasco: Gandhi y la no violencia, pese a la importancia del proceso independentista que había encabezado y a que cabía la carga épica que otorgaba una especie de marchamo de autenticidad.
La violencia y el terror no fueron un complemento de la radicalización nacionalista, sino que se convirtieron en el mecanismo irrenunciable y la seña de identidad del nuevo movimiento. A veces los textos terroristas mencionaban la democracia, pero desde la crítica a lo que se llamó democracia formal o democracia burguesa, pese a la
lejanía de experiencias de este tipo.
El nacionalismo moderado marcó distancias con ETA, pero no lo hizo argumentando la ilegitimidad de la violencia, sino su ineficacia. El esquema belicista que manejaba la comunidad nacionalista justificó que también el PNV asumiese el término ‘lucha armada’ para referirse al terrorismo. Venía a significar un tipo de lucha alternativa y complementaria a la política. ¿Quedaba implícitamente legitimada? La oposición del PNV a ETA se presentó como una discrepancia sobre la estrategia a seguir, no como una disconformidad esencial.
Nos hemos pasado casi sesenta años dándole vueltas a la violencia, asumida por una parte de la sociedad vasca como un factor político más. No ha constituido algo episódico ni complementario en los debates que se han sucedido en el País Vasco, sino que ha estado siempre en primer plano. En la configuración de la opinión pública ha sido más importante que la propia opción nacionalista. Un adolescente de los años ochenta y noventa tenía que posicionarse primero sobre qué pensaba del terrorismo, si le llamaba lucha armada, si lo repudiaba (en silencio), discrepaba o lo admitía. Luego venía lo de Euskadi, Euskal Herria y el resto de posicionamientos. Pero primero estaba el terror.
Entre tantas vueltas y revuelas dialécticas se fue construyendo un País Vasco con una ética sectaria, una sociedad antiética por tanto. Sesenta años son muchos: nuestra sociedad se ha construido sobre esquemas intelectualmente violentos, basados en la agresividad y la exclusión de los otros. No se ha producido una revisión sistemática de tales postulados.
De aquellos polvos vinieron estos lodos. El terrorismo ha quedado vencido, pero, a falta de condenas taxativas, siguen campando las nociones violentas. Basta darse una vuelta por las fiestas ‘populares’ del verano, observar el entusiasmo de los ongietorris y cómo subsisten la complacencia admirativa por los historiales terroristas, sus fotos convertidas en iconos.
Mientras continuemos mareando la perdiz que relativiza el terror –y discute si estuvo justificado, si fue una violencia más, otra más desde las carlistadas hasta aquí–, seguiremos en la sociedad tullida que comenzó a crearse hace sesenta años. Hay afirmaciones que no admiten matización: mientras sobrevuele la sugerencia de que el terror causó algún sufrimiento justificado seguiremos en el túnel que se muerde la cola. ¿No cabe que el desalmado tenga alma? Puede ser. Pero sí que la democracia se construya sobre su desprecio: sobre la intransigencia con actitudes complacientes respecto al terrorismo, que no quedará superado hasta el repudio generalizado. Mientras tanto, el pecado original seguirá lastrándonos.