El pecado original del PP que pasa factura a Casado

CARLOS SÁNCHEZ-EL CONFIDENCIAL

  • Ha errado en su estrategia. Parece no haber entendido que una pandemia es una circunstancia excepcional y que ya no sirve convertir a Madrid en el ariete contra Sánchez
El escritor y político Víctor Alba, pseudónimo de Pere Pagès i Elies, publicó en los años 80 un documentado e imprescindible libro* sobre los conservadores en España. Alba, cuya vida fue lo más parecido al periplo de este país durante el siglo XX, llegó a la conclusión de que en la naturaleza de la derecha anidaba un cierto revanchismo histórico que le impedía saber perder. Y recordaba, en concreto, que cuando ganó la CEDA una de las primeras medidas que tomó el partido de Gil-Robles fue aprobar una ley de contrarreforma agraria, al contrario que Churchill, quien en 1951 gobernó sin desmantelar las nacionalizaciones legisladas durante años por los laboristas, y que él aborrecía.

Esta necesidad de reescribir la historia, por su supuesto, no es patrimonio de la derecha. Una cierta izquierda se ha embarcado en un proyecto similar, lo que explica la pasión de los políticos actuales por hurgar en el pasado. Un pasado que, paradójicamente, casi siempre se presenta como una urgencia histórica. Lo apremiante es recuperar los paraísos perdidos, y de ahí que cuando un partido pasa a la oposición mete presión al nuevo Gobierno revisitando la historia. Mientras que, quien está en el Ejecutivo, alienta una especie de arqueología legislativa para afear la conducta de sus antecesores.

El escritor llegó a la conclusión de que en la naturaleza de la derecha anidaba un cierto revanchismo que le impedía saber perderEsto se explica por una cierta deslealtad institucional, pero también forma parte de una estrategia de supervivencia. Defensiva. Cualquier tiempo pretérito, se quiere decir, fue mejor en aras de construir una idealización del pasado propio por oposición al del adversario. La Transición y los años posteriores al cambio democrático fueron capaces de romper ese círculo vicioso, pero en pocos años se ha dilapidado tan fructífero legado.

El resultado es una confrontación sin límites que hace estériles muchas legislaturas. Y que deriva en una auténtica tragedia en medio de una pandemia que se ha llevado por delante decenas de miles de vidas y ha dejado a la economía maltrecha.

Pablo Casado, dos años ya como líder del Partido Popular, podía haber roto esa dialéctica, pero no lo hizo. Probablemente, porque cogió los restos de un partido que durante la era Rajoy estuvo más volcado en la gestión que en la política, lo que explica la explosión de Vox al calor de la bandera, y a quien ahora el PP está obligado a mirar por el retrovisor para evitar el sorpaso.

Macizo de la raza

El hecho de dar prioridad a la gestión frente a la política ha sido históricamente una de las señas de identidad de los conservadores españoles. Y Dionisio Ridruejo, con su asombrosa capacidad analítica, lo supo ver cuando, recogiendo unos versos de Machado, habló de macizo de la raza, que era esa España que «respira apoliticismo, apego a los hábitos tradicionales, temor a la mudanza, confianza en las autoridades fuertes, y superstición del orden público y la estabilidad». Incluso Franco, que entendió como nadie el alma conservadora de una España que salió aterrorizada de la guerra, tuvo que echar mano de los llamados tecnócratas, que eran profundamente conservadores en el sentido natural del término, para sacar adelante el Plan de Estabilización de 1959.

La segunda legislatura de Aznar lo cambió todo. Fue entonces cuando, en el marco de la hegemonía del célebre choque de civilizaciones de Samuel Huntington, se desataron todos los demonios familiares y territoriales creando un formidable caldo de cultivo en el que hoy florecen muchos de los falsos antagonismos. Sin duda, convenientemente regado por políticos cortoplacistas que no tienen empacho en tirar el barreño de agua sucia con el niño dentro. Fue entonces cuando se abrió, por así decirlo, la caja de Pandora que aprovecharon los independentistas como una oportunidad histórica, y que acabó por destruir al pujolismo.

Confrontación sin límites que hace estériles muchas legislaturas y deriva en una tragedia en medio de una pandemia

Rajoy, que es un conservador de manual antes que un político de derechas, recuperó en su segunda legislatura de oposición, la primera estuvo marcada por la ‘vía Cañizares’, la idea de un partido conservador clásico volcado en la gestión de la cosa pública, lo que explica su desatención a los frecuentes casos de corrupción que han aparecido en su partido en los últimos años. Algo que para nada le exime de su responsabilidad como dirigente del PP. O, incluso, su incapacidad para encauzar, al menos, el conflicto catalán, que siempre vio en términos burocráticos, como un simple problema formal, nunca de fondo. Cuando la marea llegó al cuello la vicepresidenta Sáenz de Santamaría intentó hacer justo lo contrario, pero ya era demasiado tarde.

Esa visión de España como una realidad administrativa desnuda del quehacer político es lo que ha acabado por desquiciar al Partido Popular, que siempre se ha movido entre dos almas, muchas veces antagónicas. Un alma conservadora, y que hoy representan Feijóo, Mañueco o, incluso, Moreno Bonilla, y otra más ideológica que entiende la política como una guerra cultural, en términos muy parecidos a aquel choque de civilizaciones de Huntington, y que hoy representan Cayetana Álvarez de Toledo y, por supuesto, Isabel Díaz Ayuso, rodeada de dirigentes muy ideologizados en lugar de gestores, empezando por su consejero de Hacienda, Fernández-Lasquetty, quien en medio de enormes necesidades para atender demandas sociales mantiene que hay que bajar impuestos, no reorientarlos hacia una mayor equidad fiscal.

Las dos almas del PP

Casado, probablemente, por la precariedad en la que tomó el relevo de Rajoy (89 diputados) se inclinó desde un primer momento por el alma equivocada, construyendo su estrategia de oposición en el ámbito más ideológico, que es, precisamente, el terreno en el que mejor se mueve Pedro Sánchez, lo que explica la elección de Álvarez de Toledo. Sin duda, influido por el segundo Aznar, no por el primero.

En coherencia con esa decisión, Casado dio la carta de libertad a la presidenta madrileña, quien actuando a piñón fijo ha hecho lo mismo que sus antecesores, convertir a Madrid en la punta de lanza del enfrentamiento con el Gobierno de la nación, sin entender que los tiempos habían cambiado. Esa estrategia podía haber sido en otras circunstancias, pero no en esta.

Una pandemia no es cualquier cosa, y Díaz Ayuso y sus colaboradores debían haber entendido que era mejor tejer una estrategia colaborativa que de confrontación. Entre otras razones, como ella misma suele repetir con acierto, por las características específicas de un territorio complejo como Madrid, cuyo ecosistema, gran densidad de población, enorme movilidad urbana o zonas de bajos ingresos, donde el aislamiento social es más difícil, es el más propicio para la expansión del virus. Sin contar las insuficiencias de la red de asistencia primaria o los problemas derivados del pobre equipamiento médico de las residencias de ancianos en una sociedad muy envejecida.

Una pandemia no es cualquier cosa, y Díaz Ayuso debía haber entendido que era mejor tejer una estrategia que la confrontación

En su lugar, se optó porque la comunidad de Madrid tuviera un perfil propio, diferenciándose de lo que se hacía en Castilla y León o Galicia, lo que explica errores de bulto como hacer el caldo gordo a esperpénticas movilizaciones contra el confinamiento. Justamente, cuando el país atravesaba un problema extraordinario de salud pública.

Moción de censura

La estrategia de confrontación no tiene nunca sentido si está vacía de contenido debido a que obedece a razones de marketing electoral, pero mucho menos en unas circunstancias como las actuales. Primero, como se ha dicho, porque el bien a proteger es la salud, pero también es un error, aunque fuera solo por egoísmo partidista, porque es el terreno en el que mejor se mueve el presidente Sánchez para que no se hable de gestión, y Casado debería haber sido consciente de ello.

De hecho, toda la estrategia de la Moncloa pasa por meter presión a Ayuso —ella misma lo busca sin entender el tiempo político que le ha tocado vivir— para debilitar, precisamente, a Casado. Por eso, aunque hay otras razones, Gabilondo no lanza una moción de censura contra Ayuso, porque sabe que el desgaste de la presidenta madrileña es el desgaste del líder del PP, que es la pieza mayor en el juego gallináceo de la política española, toda vez que hace imposible un clima de entendimiento, que es la base sobre la que se construyen los acuerdos. Y, por supuesto, la credibilidad de los líderes.

La presidenta de la Comunidad de Madrid, de hecho, se ha convertido en la práctica en la mejor aliada del Gobierno, toda vez que nunca ha sido un modelo de gestión en la lucha contra la pandemia y ese es un lastre insoportable para Génova.

Casado debió verlo desde un principio, pero, mal asesorado, ha acabado por ser víctima de su propia estrategia, que, en todo caso, tiene un pecado original, y que no es otro que haber pactado con Vox. Precisamente, el mismo pecado que socava el horizonte electoral de Ciudadanos. Los dos partidos son hoy víctimas de ese error histórico favorecido por el PSOE para alimentar el eje derecha-izquierda. Vox crece en la polarización, y ese es el peor de los escenarios posibles para los partidos conservadores. Justamente por lo contrario ganan el PNV en el País Vasco y el propio PP en Galicia.

Como bien saben los estrategas militares o, incluso, los jugadores de ajedrez, a veces es preferible sacrificar una pieza para ganar la partida. Y, si Casado no lo hace, es probable que se curta en la oposición durante muchos años. De hecho, lo mejor que le podría suceder al presidente del PP es que triunfara una moción de censura en Madrid para tener las manos libres y hacer política. Ganaría tiempo para diseñar otra estrategia.

*Víctor Alba, ‘Los Conservadores’ en España. Planeta. 1981.