Alvaro nieto-Vozpópuli

Con cinco ministerios de tercera división, la capacidad de Podemos para hacer destrozos es muy limitada. El verdadero riesgo estriba en lo que Sánchez haga para contentar a sus otros socios: los independentistas

Había cierta inquietud en algunos sectores desde que PSOE y Podemos anunciaron allá por el mes de noviembre que formarían un Gobierno de coalición. Nada se sabía entonces sobre el contenido de su pacto ni sobre cómo se iba a articular ese Ejecutivo inaudito en España, pero han bastado diez días desde la sesión de investidura para que quede meridianamente claro que el problema no se llama Pablo Iglesias ni ninguno de los otros cuatro mini-ministros (sí, han leído bien) del kilométrico Gobierno de Pedro Sánchez.

Ya sabíamos desde hace tiempo que el líder del PSOE tiene unas ideas un tanto variables, de ahí que sea capaz de cambiar de opinión en horas 24 con tal de conseguir sus objetivos, pero sospechábamos que Iglesias y los suyos estaban hechos de otra pasta y que, como buenos comunistas, pondrían los principios por encima de sus intereses particulares.

Más que a la podemización del PSOE, estamos asistiendo a la sanchización de Podemos. Todo vale con tal de tocar poder

Nada más lejos de la realidad. En apenas una semana de trabajo hemos comprobado cómo, más que a la podemización del PSOE, estamos asistiendo a la sanchización de Podemos: con tal de pisar moqueta, lo que sea. Los podemitas han aceptado la humillación de quedar reducidos a meros floreros del Gobierno (sin competencias, sin presupuestos, sin funcionarios) y están dispuestos a tragarse el sapo de Dolores Delgado y todos los que a continuación vengan. Querían asaltar los cielos, pero en realidad se están comportando como vulgares políticos a los que sólo guía su propio beneficio particular. Por tanto, el riesgo inicial de la entrada de Podemos en el Gobierno ha quedado bastante disipado.

Obviamente, eso no quiere decir que no vayan a darnos tardes de gloria, y a Sánchez quebraderos de cabeza, porque, a falta de tarea concreta en sus ministerios, se dedicarán mañana, tarde y noche a deleitarnos con entrevistas e intervenciones públicas para aprovechar el altavoz que ofrece ser ministro de España. Nos aguardan días de intensa propaganda.

Una vez desactivado Podemos, el único peligro real que entraña este Gobierno es el carácter imprevisible de su presidente y que, dado su poco pudor, sea capaz de cualquier cosa con tal de contentar a sus otros socios, los independentistas, para así mantenerse en La Moncloa. Los acuerdos suscritos en mitad de las vacaciones de Navidad con el Partido Nacionalista Vasco (PNV) y con Esquerra Republicana (ERC) representan claros motivos de inquietud, si bien es verdad que Sánchez demostró en su primer año como presidente que hay líneas que no está dispuesto a franquear. El famoso relator es buen ejemplo de ello: su rechazo acabó dando al traste con los Presupuestos y se precipitaron las elecciones de abril.

También es un hecho que Sánchez ha formado un Gobierno competente (exceptuando los cinco adláteres podemitas) y que incluso cuatro de sus 22 ministros han mamado en las instituciones europeas la ortodoxia comunitaria (Nadia Calviño, Arancha González, Luis Planas y José Luis Escrivá), si bien su primera semana de trabajo ha dejado dos terribles muestras de por dónde van a ir los tiros.

El error Delgado

De un lado, Sánchez ha relevado a la fiscal general del Estado, que era una de las peticiones que le había solicitado ERC. Si la cosa hubiera quedado ahí, en una mera sustitución, no pasaría nada, pero han saltado todas las alarmas cuando se ha conocido que la nueva fiscal será la anterior ministra de Justicia, Dolores Delgado. Teniendo en cuenta que el presidente se marcó en su investidura el objetivo de «desjudicializar el conflicto político catalán», el movimiento no parece casual, pero tendremos que estar atentos a la pantalla.

De otro lado, el viernes 17 asistimos a una surrealista rueda de prensa tras el segundo Consejo de Ministros de este Gobierno. Salieron tres ministras a comparecer, pero no para explicar lo que habían aprobado esa mañana, que en realidad fue bastante poco, sino para arremeter contra toda la oposición, como si estuvieran en un mitin, por el denominado pin parental implantado en la región de Murcia.

En vez de aprovechar para cambiar España con reformas y propuestas, el Ejecutivo ha echado a andar de la peor manera posible, embarrando el campo con una polémica estéril. Ese pin o veto de los padres a ciertas actividades extracurriculares lleva funcionando en Murcia desde septiembre en virtud del Gobierno salido de las urnas el 26 de mayo, y el Ejecutivo de Sánchez no había dicho ni mú hasta ahora. No es de extrañar porque, según recogen los propios reportajes periodísticos que relatan el funcionamiento del dichoso pin, en cuatro meses no ha pasado absolutamente nada en las escuelas murcianas más que un aumento de la burocracia. Nadie ha pedido excluir a su hijo de ninguna actividad.

Polarización extrema

Ese es el drama actual de la política española. Por un lado tenemos a Vox, un partido que hace casus belli de cuestiones que en realidad no son un problema para casi nadie. Y por el otro nos encontramos a un Gobierno dispuesto a aprovechar las ocurrencias de los primeros para agitar los peores instintos. Polarización extrema y sectarismo campando a sus anchas. España entera discutiendo de una chorrada mientras los grandes problemas siguen ahí.

En lugar de buscar un pacto de Estado sobre Educación, es mucho más sencillo hablar del pin parental y tildar de fascistas a todos los que no apoyan el Gobierno de coalición. Se trata, por tanto, de una burda maniobra para tensionar el clima político y sacar rédito partidista… seguramente ante el convencimiento de que la actual aritmética parlamentaria deja poco margen para poder aprobar algo en esta legislatura. Si eso es así, España cambiará más bien poco con el Gobierno Sánchez-Iglesias, pero, como contrapartida, tendremos que acostumbrarnos a altas dosis de agitprop.