- No habrá más sociedad cuanto menos Estado haya, como defienden los populismos. La realidad es que cuanto mejor sea el Estado, más grande, rica y libre será la sociedad.
Los 80 y los 90 fueron la decantación de un liberalismo que venía sedimentándose desde el gran conflicto entre los ejes socialista y liberal. Aunque formalmente había triunfado el liberalismo, materialmente se había asentado la creencia en la necesidad de un Estado benefactor e intervencionista.
En este contexto de un Estado triunfante, eran muchos los que reclamaban el protagonismo de la sociedad civil. “Más sociedad, menos Estado”, se decía para resumir la necesidad de recuperar la política “desde abajo”. El Estado había hecho la guerra, también había hecho la paz, pero ¿sería capaz de hacer la libertad?
Sin duda alguna, no. La libertad es una condición moral que nunca podrá ser sustituida. O se tiene, o no se tiene, pero nadie puede ejercerla en mi nombre ni a mi costa.
Es posible que en los años 60 la sociedad civil fuese una flor pujando por salir, y el Estado una bota aplastándola. Si eso fuese así, entonces no hay duda de que el mejor remedio sería levantar el pie y dejar que el ímpetu de la naturaleza siguiese su curso. Una retirada del Estado bastaría para la eclosión de la sociedad.
«La confusión de lo público con lo estatal es la prueba innegable del triunfo de la tiranía del Estado y de la derrota de las libertades»
No creo que esa fuese la realidad ni que la forma del Estado socialdemócrata, con sus instituciones y sus leyes concretas, fuesen la causa de un empobrecimiento de la iniciativa social. Más bien creo lo contrario. El marco legal establecido tras el conflicto mundial posibilitó la convivencia creativa de los contrarios, con sus tensiones internas, amenazas de ruptura y crisis severas, como es natural en todo sistema. Pero fue lo suficientemente estable y duradero como para permitir el crecimiento moral de un pueblo.
No obstante, como ya nos avisaron agudos observadores como Aleksandr Solzhenitsyn, a Occidente le corroía otro mal más profundo. El aburguesamiento liberal tan odiado por nuestros vecinos orientales nos llevaba a confiarlo todo al providencialismo estatal y a desentendernos de nuestras responsabilidades políticas.
Es cierto que en aquella época la amenaza real era la tiranía estatalista y que el socialismo saintsimoniano había triunfado. Había calado en el sentir popular que el Estado debía velar por el ciudadano de la cuna a la tumba. Se estaba produciendo el abandono voluntario de las libertades. El asistencialismo administrativo llegó hasta el extremo de asimilar lo público con lo estatal, y a provocar que se entendiese lo privado como idéntico a lo social.
La confusión de lo público con lo estatal, y de lo privado con lo social, es la prueba innegable del triunfo de la tiranía del Estado y de la derrota de las libertades.
«La minoría mínimamente interesada en los asuntos públicos muestra la velada intención de hacerlo saltar por los aires»
Todavía había muchos elementos sociales rescatables. Aunque mal orientados, los universitarios se organizaban en grupos anarquistas, socialistas, liberales o fascistas con la pretensión de incidir juntos y organizados en un mundo que estimaban. Mal orientados, sin duda alguna, pero sanos en lo esencial: sabían que no se puede vivir el mundo con indiferencia, ni actuar sin asociarse con otros.
Hoy hay diferencias destacables en los movimientos sociales. No se da la pretensión confesa de asaltar el sistema para controlarlo desde dentro. La minoría mínimamente interesada en los asuntos públicos muestra la velada intención de hacerlo saltar por los aires.
No es nuevo en la forma (el anarquismo y las sectas antisistema han existido desde hace mucho), pero sí es nuevo en la cantidad. Son muchos los que piensan que ya no se trata del clásico realismo político, que tenía como fin el asalto de la máquina para hacerse con los mandos, sino de la idea de que el aparato es perverso y que lo que hay que hacer es destruirlo.
«Si tuviésemos claro lo más importante no dudaríamos de que es mejor la ley injusta que la ausencia de leyes»
Cada vez se percibe menos entre personas bien informadas el problema que supone vivir sin reglas, fuera del sistema, al margen del Estado. ¿Somos realmente conscientes de la necesidad de lo público y de que fuera de la comunidad política concreta no hay convivencia posible?
Si tuviésemos claro lo más importante no dudaríamos de que es mejor la ley injusta que la ausencia de leyes. Si el conflicto social sobre bienes y valores que es inherente a toda comunidad no tiene lugar bajo el amparo institucional, será la propia sociedad la que entrará en guerra. Y ya lo decía Thomas Hobbes: el Estado fallido es aquel que no es capaz de evitar la guerra civil.
Por eso me sorprende tanto que cada vez seamos menos conscientes de que la verdadera amenaza es el deseo de hacer fallar al Estado y sus instituciones. No habrá más sociedad cuanto menos Estado haya. La realidad es que cuanto mejor sea el Estado, más grande, rica y libre será la sociedad.
Por eso la mayor amenaza contra la libertad no es la tiranía, sino la anarquía.
*** Armando Zerolo es profesor de Filosofía Política y del Derecho en la USP-CEU.