El pendulazo

ABC 25/06/14
IGNACIO CAMACHO

· El brusco fracaso español en el Mundial preludia un retorno pendular desde la euforia colectiva a la rutina derrotista

Lo peor del fracaso español en el Mundial no ha sido tanto el desplome de un equipo periclitado en su esplendor sino el peligro de un retorno colectivo a la rutina derrotista. Durante el ciclo triunfal, muy largo para los volátiles parámetros actuales del fútbol, la selección actuó como un catalizador de la autoestima perdida en los momentos más delicados de la crisis, cuando la recesión circulaba a doscientos parados por hora y el país entero tenía la sensación de irse por el sumidero de la Historia. La aventura victoriosa del tikitaka no creó más empleo ni arregló ningún problema estructural pero ofreció un asidero de alegría, de evasiva felicidad, a una sociedad destruida por la desesperanza. Después de una larga, recurrente secuencia de decepciones que parecían marcar los cuartos de final como una sombría unidad de destino, los españoles «éramos» campeones del mundo, o así teníamos derecho a sentirnos en el circuito universal de la pasión futbolera. Un modelo de imitación, un objeto de envidia, un motivo de orgullo.

Aunque esa prestancia hegemónica no podía durar toda la vida cabía esperar un declinar suave, un descenso templado que mantuviese la tensión competitiva en un rango aceptable; lo justo para sostener durante cierto tiempo, a la espera de la inevitable renovación generacional, un sentimiento de pertenencia a la élite. El brusco desplome de Brasil ha sido en cambio un batacazo en picado desde la gloria a la nada, un desastre a la altura del heroísmo anterior que ha dejado en la opinión pública la sensación de un pendulazo mortal. Y si bien el descalabro ha merecido una indiscutible piedad fruto del agradecimiento parece imposible eludir la atmósfera taciturna que preludia un retorno de la euforia al pesimismo, a la maldición histórica de los regresos prematuros, a la melancolía de las expectativas frustradas. El ingrato despertar de un sueño, la desapacible aspereza de los desengaños.

El fútbol tiene entre sus muchos poderes sentimentales el de establecer en parte la temperatura moral de los pueblos. El éxito de España sostenía una cohesión emocional que de repente se ha quebrado en medio de una perplejidad desalentada; si al menos hubiésemos llegado a las semifinales. Hasta Del Bosque, paradigma de liderazgo tranquilo, aparece ahora como un hombre apesadumbrado, inmovilista, desgastado. El desmoronamiento del equipo ha provocado un decadentismo quevedesco; justo cuando el país empieza a levantar cabeza asoma en el plano intangible de las emociones colectivas la desmoralizadora perspectiva de volver a empujar la piedra de Sísifo. Dicen los expertos que la hostelería, principal beneficiaria de la socialización futbolera, ha perdido millones con esta caída. Pero no hay modo de medir la frustración silenciosa de una sociedad a la que se le caen de golpe los héroes recién proclamados y los mitos recién construidos.