JESÚS PRIETO MENDAZA-EL CORREO

  • Es necesario desterrar la pasividad antes de que sea demasiado tarde y actuar para que sectores sociales, y los jóvenes en particular, no sean abducidos por él

Recientemente ha sido en Italia con el éxito obtenido por Giorgia Meloni (Fratelli d’Italia). Antes fue en Suecia con el resultado de Demócratas de Suecia de Jimmie Akesson. Y hace tiempo que Le Pen en Francia, Viktor Orban en Hungría y un largo etcétera que pasa por Grecia, Dinamarca, Noruega, Polonia, Finlandia, Países Bajos, Reino Unido, Estados Unidos, Brasil o nuestro particular Vox en España manifiestan el avance de una mezcla de ultranacionalismo y populismo que triunfa entre ciertos sectores sociales nada desdeñables y que preocupa seriamente a quienes abrazamos nuestro concepto de democracia liberal. Muchos son los analistas que se ocupan de estudiar este fenómeno desde la ciencia política. Así buscan factores que puedan explicarlo: el nacionalismo exacerbado, el fracaso de los partidos tradicionales, el creciente populismo propalado por las redes sociales, la situación de crisis económica, la reconfiguración de bloques después del fin del comunismo… Análisis que obvian, en mi opinión, una cuestión de radical importancia, cual es la existencia de un pensamiento profundamente totalitario que -posiblemente, ante la apatía y banalización por parte de todos- está colonizando amplios sectores de nuestra relación ciudadana.

Ponemos el foco en lo ‘macro’, en los gestos maleducados, ciertamente reprobables, del vicepresidente de Castilla y León o en las declaraciones de ciertos miembros de EH Bildu, igualmente condenables, que lejos de asumir su responsabilidad en cientos de asesinatos parecen justificarlos en un contexto de «lucha legítima». Y, sin embargo, a nivel de calle, en lo ‘micro’, no nos movilizamos ante el hecho de que ciertos aficionados en un campo de futbol lancen insultos contra un jugador por su color de piel o se pida apalear a los hinchas visitantes; de que se expulse del grupo de amigos a un integrante por discrepar de la opción ideológica mayoritaria; de que en una ikastola se rinda homenaje a pistoleros terroristas; de que nuestro hijo ridiculice a una niña de su colegio por ser lesbiana; de que desde los balcones de una residencia universitaria se proclame que las chicas que se alojan enfrente sirven tan solo para ser utilizadas como parejas sexuales o de que nuestros políticos se enfrasquen en reyertas barriobajeras en sede parlamentaria.

Debemos recordar, como Hannah Arendt lo hacía en su obra ‘Los orígenes del totalitarismo’, que en el siglo XX nazismo y comunismo estalinista surgieron porque la propia sociedad abrazó cierto discurso en sus acciones cotidianas, precisamente el que anulaba la empatía hacia el diferente e impedía toda posibilidad de pensar de forma individual, reflexiva y libre. Precisamente esa «banalización del mal» fue la que permitió que el discurso totalitario se instalara en aquellas sociedades -animado por una nostalgia de tiempos pasados, por justificaciones nacionales o étnicas y por la búsqueda de un chivo expiatorio- generando esas corrientes subterráneas que surgieron a la superficie reivindicando venganza y poder en un movimiento incontrolable, que anuló toda concepción fraternal y compasiva de la ciudadanía, reservada únicamente para los miembros del grupo corporativo: los afines.

Ese concepto de «impermanencia» de Arendt, que como resultado de ese «pensamiento totalitario» permite construir un movimiento de masas que se define como experiencia política pero que en su seno esconde la imposibilidad misma de cualquier experiencia. Un pensamiento que anula la disidencia y la convierte en traición, que impide al hombre participar con sus semejantes, solo permite combatirlos, y que los relega a una pura abstracción, a una realidad in-humana tan solo comprensible en las promesas de un destino final, absolutamente delimitado y cerrado al ‘intruso’. Solo cabe la masa, como multitud de personas que siguen una idea o a un líder, pero que no caben en ninguna organización basada en el bien común. «Los gobiernos totalitarios, como las tiranías, no podrían existir sin destruir el terreno público de la vida; es decir, sin destruir, aislando a los hombres, sus capacidades políticas».

Adorno también nos anunció los peligros de la «personalidad totalitaria», basada en un profundo etnocentrismo y en una heterofobia radical. La diferencia es un pecado, tan solo se puede aceptar a los miembros del «endogrupo» y considerar «discapacitados sociales» a los integrantes del «exogrupo». Posiciones similares adoptaron Friedrich y Brzezinski, definiendo características similares al pensamiento totalitario que explica cualquier comportamiento violento sea este fascista o revolucionario.

Mucho se ha estudiado ese «pensamiento totalitario», demasiado se ha advertido sobre su terrible presencia y su potencial maldad para que en esta sociedad de la posmodernidad no nos demos cuenta de que con irresponsable pasividad dejamos que muchos sectores sociales -especialmente me preocupan los jóvenes, sean de una adscripción o de su contraria- se vean abducidos por él. Después será ya tarde.