Ignacio Camacho-ABC
- Exista o no delito, queda el escándalo de una Fiscalía involucrada en la construcción de un ‘relato’ de sesgo político
Detrás de la imputación del fiscal general hay un conflicto más profundo que el de la ya de por sí grave revelación de secretos por parte del jefe del Ministerio Público. Se trata de la resistencia del poder judicial frente a un Ejecutivo que pretende someterlo, o al menos alinearlo, a sus intereses partidarios. Lo ha hecho ya con la propia Fiscalía y la Abogacía del Estado, supeditadas orgánicamente a un criterio jerárquico y utilizadas por el Gobierno como defensoras paralelas de relevantes miembros de su entorno investigados en algunos sumarios. También con el Tribunal Constitucional, convertido de facto en instancia de apelación (y absolución) en casos de altos cargos socialistas condenados. Le faltan por disciplinar los jueces ordinarios, empeñados en defender su autonomía jurisdiccional, y los del Supremo, a los que ha humillado revocando sentencias con indultos selectivos, una amnistía y cambios de leyes a medida de las exigencias de sus aliados.
Ése es el trasfondo de este aparente choque de legitimidades, que en realidad no es tal sino un simple ejercicio de independencia de la magistratura en uso pleno de sus facultades constitucionales. Para la izquierda gobernante, empeñada en establecer con el aparato de justicia una relación de vasallaje, la aplicación estricta del orden jurídico constituye una injerencia inaceptable, una conspiración corporativa, una esquinada estrategia de ‘lawfare’. Y lo que está en juego en este debate es ni más ni menos que la estructura de garantías encargada de proteger a los ciudadanos ante cualquier clase de abusos o arbitrariedades hacia los que todo poder público tiende a desviarse en su natural impulso de expansión dominante. Si llegase a ceder o a romperse ese dique de equilibrios institucionales, la democracia quedaría reducida a una mera votación periódica entre dos mandatos autoritarios donde el Derecho dejaría de ser el principio rector del sistema de libertades.
En mayor o medida, todos los gobiernos han instrumentalizado la cúpula fiscal a su servicio. El problema de García Ortiz consiste en que, además de presionar más de lo admisible a algunos de sus subordinados para que se plieguen a sus designios, los ha involucrado en la construcción de un ‘relato’ político, tal como atestiguan unos mensajes de WhatsApp de contenido explícito. El contexto sesgado del asunto desautoriza la ya muy cuestionada imparcialidad de un organismo al que la negativa a dimitir del recién imputado termina de arrastrar por el barro del desprestigio. La ética de la responsabilidad y la coherencia jurídica obligan a la renuncia en términos imperativos, aunque sólo fuese por evitar el desvarío de una acusación dirigida por el acusado de un presunto delito. Esa hipótesis nada inverosímil, alentada desde el Consejo de Ministros, rizaría el disparatado pero inacabable rizo de las anomalías del sanchismo.