Fernando Aramburu-El Mundo
Siempre que pudo buscó por afecto y solidaridad la conversación con víctimas del terrorismo de ETA. Con las que se cruzaron en su camino. Con las que le fue dado conocer de cerca. Son numerosas estas personas a las que una organización, que se legitimó a sí misma para ejercer la violencia durante décadas, destrozó la vida. A algunas de ellas (marcadas por un atentado, viudas, huérfanas, mutiladas) les preguntó si estarían dispuestas a perdonar a sus agresores.
Hay quien considera esta pregunta irrelevante. Él la reputa esencial, tanto en lo que afecta al plano privado de las personas implicadas como al colectivo. Se acoge a un axioma: las cosas no son importantes por sí mismas, sino por la importancia que se les concede. De adolescente participó en unos ejercicios espirituales. El guía dispuso que los discípulos se sentaran en círculo. Salieron a relucir rencores y agravios. Él sintió vergüenza cuando hubo de pedir perdón a un compañero al que semanas atrás había puesto un ojo morado durante una riña en el patio del centro escolar. No se atrevía. Lo miraban muchos. Se ruborizó. Al compañero no lo odiaba. Habían tenido un pique a consecuencia de un incidente. Por no pasar de nuevo por un trago similar evitó en adelante las peleas. Hasta hoy.
No hace mucho, en Barcelona, durante la presentación de un libro en una librería, un señor del público, que se presentó como psiquiatra, agradeció al escritor invitado que hubiese abordado el tema del perdón en su novela. A él, que escuchaba parapetado detrás de un muro de espaldas y cabezas, le causaron viva impresión las palabras del experto, quien terminó su improvisada intervención atribuyendo al perdón virtudes antidepresivas. Este aserto se lo corroboraron después a él por otros canales. Sea como fuere, no le hace falta escarbar muy hondo para percatarse de que tras el perdón se esconden conceptos bastante más complejos que los que pudieran sugerir ciertos remiendos políticos de circunstancias o viejas pulsiones religiosas.
Las víctimas y sus parientes cercanos a los que él preguntó si se avendrían a perdonar alguna vez a sus agresores le ofrecieron respuestas disímiles, de donde él dedujo que el perdón no es concebible al margen de la vivencia subjetiva. El hermano de un asesinado en los años ochenta, duro de gesto, le dijo esa frase lapidaria que suele oírse con frecuencia: que él ni olvida ni perdona. Una viuda le contestó con amarga sonrisa que quien podría perdonar lleva muchos años sepultado en el cementerio; que vayan allí a pedir perdón los que quieran librarse de un peso en la conciencia. Un huérfano reconoció que le agradaría recibir una solicitud de perdón; pero que jamás, por nada del mundo, respondería. Y algunos, a pesar de los juicios divergentes, coincidieron en rechazar las posibilidad de que este asunto los devolviera a las planas de los periódicos.
Hasta donde él ha podido averiguar, las víctimas detestan que les pregunten ante las cámaras y los micrófonos cómo se sienten, en qué piensan, con qué sueñan. Se consideran utilizadas como carnaza informativa y pasto para el morbo general, que en este país llamado España, tan aficionado a las noticias sangrientas, a los detalles truculentos, es grande. Recordar un sufrimiento (en este punto coinciden también las víctimas con las que él ha conversado) las lleva a sufrir de nuevo.
Últimamente se oye a menudo hablar de perdón. Hasta ETA sostuvo no hace mucho en sus manos manchadas de sangre un pequeño pan de contrición para ofrecer tan sólo unas migajas de humanidad a sus aniquilados colaterales. Cunde la idea de que con el perdón pedido y aceptado, algo negativo, doloroso, desazonante, termina para siempre. Él tiene sus dudas. A fin de disiparlas, fue a consultarle a una hermana suya que ejerce de psicoterapeuta. Antes de nada, ella quiso asegurarse de si él sabe a ciencia cierta en qué consiste el perdón. Él no pudo menos de mirarla sorprendido. Por supuesto que lo sabe. Bien, pues que se lo definiese. Él cayó de pronto en la cuenta de que sólo era capaz de articular palabras imprecisas sobre la materia.
La psicoterapeuta citó a Everett Worthington para expresar que existe acuerdo en vincular el perdón con un cambio de comportamientos destructivos por otros constructivos con respecto al que causó daño. Este cambio afecta de manera radical a los pensamientos y las emociones de la víctima hacia el ofensor. Ella recordó a modo de ejemplo la actitud generosa de Maixabel Lasa, viuda de Juan Mari Jauregui, quien ha llegado a establecer relación con los asesinos de su marido y a pedir un puesto de trabajo para ellos con la idea de ayudarlos a reintegrarse en la comunidad de ciudadanos pacíficos. Es en este tipo de conductas positivas donde radica el poder liberador del perdón. Sí, dijo él, pero previamente los asesinos se habían mostrado arrepentidos. Claro, es que si no hay arrepentimiento, alegó ella, la agresión persiste. El perdón no es un hola, perdóname y ahí te quedas, sino un proceso que se ha de ir fraguando y completando en el curso del tiempo.
Ahora bien, el perdón no equivale a la reconciliación ni conduce necesariamente a ella. La reconciliación es siempre un acto recíproco que restaura una relación anterior rota; el perdón, en cambio, no requiere la participación de la otra parte. Tampoco comporta el olvido de lo que sucedió, entre otras razones porque olvidar o recordar no son facultades de la mente que ningún sujeto pueda manejar a voluntad. En todo caso, uno puede guardar para sí la ofensa que le hicieron y dejar que los años consumen su habitual tarea de borrado. Es ilusorio pensar que la condición de víctima se termina con el perdón concedido.
Quien perdona, añadió ella, ni aprueba la ofensa ni la minimiza, y ello aun en el supuesto de que el ofendido desista de reclamar la justicia que se le debe o aparte de sí cualquier pensamiento de venganza. Quien perdona no anula la pena del que ofendió, no lo exime de las posibles consecuencias de sus actos. Simplemente cesa en la búsqueda activa de la justicia reparadora y de la recompensa de índole emocional que dicha justicia podría acaso proporcionarle.
Entonces, ¿por qué es liberador el perdón? Ella no dudó en la respuesta: porque no perdonar sitúa al ofendido en un estado permanente de sufrimiento. Si la búsqueda continua de reparación domina la vida emocional, uno deja de atender a otros valores. Por eso el perdón es terapéutico, porque permite distanciarnos de aquello que nos daña, nos corroe, ocupa nocivamente nuestras vigilias y nuestros sueños. Dicho lo cual, ella perdonó a su hermano por haberle robado una hora de su jornada laboral y lo despidió con un cachete cariñoso, como diciéndole: majo, la próxima vez te cobraré la consulta.