IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El empeño de Llarena por someter a Puigdemont a un juicio justo es un ejemplo de compromiso de un servidor público

Sólo las noticias esporádicas sobre el culebrón judicial de su inmunidad recuerdan de vez en cuando a los españoles que Puigdemont existe. La prosa leguleya de los jueces europeos saca del fondo de la memoria a un hombre que, de no ser por su pelo entre Beatle y comparsista antiguo del carnaval gaditano, habría pasado siempre tan inadvertido como su inexplicable liderazgo (sólo formal) de una intentona de golpe contra el Estado. Ni el independentismo catalán lo toma ya en serio tras haber tratado de convertirlo en un símbolo y de rodear su vulgar fuga en un maletero con el halo respetable del exilio. Puigdemont, fantasmón. Puigdemont, tostón. Puigdemont, juguete roto abandonado en el desván de un casoplón belga donde ya apenas peregrinan unos cuantos leales irredentos quizá tan cansados de él como el resto. Aunque todavía, sin embargo, instalado en un tren de vida de signos externos mucho más costosos de lo que cubre el holgado salario del Europarlamento, con oficina de ex presidente en Barcelona, abogados caros y una corte de subalternos pagados con no se sabe qué dinero porque las autoridades de la Generalitat guardan al respecto un opaco, espeso silencio.

El olvido y la indiferencia lo han enterrado políticamente, pero quedan por depurar sus responsabilidades penales en el desafío secesionista. Y quedarían igualmente arrinconadas en un limbo de preterición definitiva si el magistrado Pablo Llarena no siguiese empeñado en el desusado anhelo de hacer justicia. Provisto de una paciencia sin límites, de un acusado sentido de la integridad y de una tenacidad mal comprendida, el instructor del Supremo sigue dispuesto a encontrar la rendija jurídica que le permita conseguir la extradición y acabar, contra el viento de la amnesia social y la marea de la deliberada negligencia sanchista, la misión que ha centrado estos seis años de su vida. Resuelto a cumplir con su deber por encima de la desidia institucional y de las intromisiones políticas.

Cuando logre traer a Puigdemont, si lo logra, es probable que el propio Llarena tenga las manos más atadas que el reo por mor de las ignominiosas reformas penales retroactivas aprobadas durante este Gobierno. Pero hará lo que tenga que hacer y llegará hasta donde pueda llegar en su digno afán de aplicar la ley hasta el último término, de evitar en la medida de su alcance la impunidad del dirigente insurrecto. Tal vez sea ya el único al que le importe el cumplimiento de una legalidad difuminada por el poder y el tiempo, y será difícil que nadie le reconozca -más bien al contrario- el mérito. Así nos luce el pelo. Pero su esfuerzo es un ejemplo del compromiso moral y constitucional de un servidor público en esta época de valores difusos. Es sencillo de entender: un delito, un delincuente, un proceso, un tribunal y un juicio justo. Y si la peripecia del prófugo acaba en indulto no será asunto suyo.