ABC 05/12/15
IGNACIO CAMACHO
· Hay muchos ciudadanos tan quemados del bipartidismo que esta vez no van a aceptar el pragmatismo del voto útil
DE las once elecciones generales celebradas en España desde 1977, en seis no ha habido mayoría absoluta. Y en una, la de 1989, sólo a medias porque Felipe se quedó a un escaño aunque gobernó como si la tuviese ante la ausencia de los diputados de Herri Batasuna. Por tanto la perspectiva de pactos poselectorales no representa en absoluto una novedad tal como parece entender esa corriente de adanismo que en cada ritual de su propio bautismo político pretende estar refundando la democracia. Suárez, González, Aznar y Zapatero fueron investidos en minoría al menos una vez y tuvieron que muñir alianzas de geometría más o menos variable. Con excepción del primer mandato aznarista, reconocido por unanimidad como el más fecundo de sus dos períodos, no está nada claro que el país haya sido mejor administrado cuando el Gobierno de turno dependía de los apoyos ocasionales que alquilaba en el mercado secundario.
Lo que sí van a contener de inédito estas elecciones, a tenor de la tendencia general de las encuestas, es la reducida masa crítica del ganador y la posibilidad de que el próximo presidente no sea el candidato de la lista más votada. Con el resultado más optimista pronosticado en los sondeos, el PP no alcanzará facturación suficiente ni siquiera para elegir a Rajoy en segunda votación y necesitará como poco de un acuerdo de investidura. Dado el desfondamiento socialista y que Albert Rivera tiene declarado que no se implicará en una coalición que no presida –tampoco con el PSOE–, si no cambia de criterio o si alguien no le regala la Presidencia la legislatura apunta a un Gabinete en precario, a merced de perder cualquier votación decisiva. Eso significa un mandato inestable y probablemente corto, en el que habrá que negociar a varias bandas para poder convalidar un simple decreto de gestión rutinaria. Será la consecuencia y el precio del desgaste del bipartidismo, ganado a pulso por sus actores principales en el curso de unos años lamentables.
El diagnóstico de los estudios de opinión pública refleja un país tan quemado por el hartazgo que casi la mitad de él no está dispuesta a aceptar el pragmatismo del voto útil y necesita el desahogo de un revulsivo a despecho de su desenlace. La estabilidad ha dejado de ser un valor para una notable parte de los ciudadanos, sobre todo los más jóvenes, en los que prima el sentimiento de hartazgo. Quienes esperaban que el malestar acumulado desaguara en los comicios parciales se han equivocado: hay un cansancio profundo que ha permeabilizado muchas capas sociales y se va a reflejar en un parlamento sin hegemonías claras, muy fragmentado y plural, de una heterogeneidad abigarrada en múltiples matices ideológicos. Pero el reverso de la alta pluralidad en política es el riesgo de ingobernabilidad, y quizá los numerosos españoles hastiados de mayorías no vayan a tardar mucho en añorarlas.