MIKEL BUESA, LIBERTAD DIGITAL 06/04/13
· En el diseño del peculiar sistema de descentralización español ha cabido una excepción constitucional –la referida a las viejas provincias forales del País Vasco y Navarra– que, en su concreción práctica, acabó dando lugar al pufo vasco y por ende navarro, cuyo más acabado diseño jurídico se plasmó desde la primera ley del cupo, promulgada en 1988, aunque hubo que esperar a 2002 para que acabara teniendo, esta vez en la ley del Concierto Económico, el reconocimiento de un pacto entre iguales. Culminaban así los acuerdos de 1996 entre el PP y el PNV, tras los cuales Arzalluz afirmó aquello de que «he conseguido más en 14 días con Aznar que en 13 años con Felipe González». Unos acuerdos que, vistos hoy con la perspectiva que da el tiempo pasado, no sirvieron para doblegar, ni siquiera para atemperar, la voluntad nacionalista de irse abriendo paso hacia la independencia, como tuvo ocasión de demostrar Juan José Ibarretxe en los años en los que gobernó con el apoyo de Batasuna. En realidad, esos acuerdos y sus efectos económicos –que no son otros que la persistencia de un privilegio financiero para las administraciones forales con respecto a las demás de España–, colocados en la cadena de los acontecimientos históricos, no son sino una muestra más –y no la de mayor enjundia ni ventaja– de la tenacidad, por no decir de la fiereza, de los vascos y los navarros para contribuir en lo menos posible a la carga fiscal del Estado, tal como mostró el jesuita y catedrático de Historia del Derecho en Valladolid, Gonzalo Martínez Díez, en un libro imprescindible: Fueros sí, pero para todos.
Ahora parece que le llega el turno a Cataluña, donde el nacionalismo lleva pugnando con establecer también una excepción desde que pudo comprobar su incapacidad para diferenciar su región de las demás de España. El asunto permaneció latente hasta el final del siglo pasado e irrumpió con fuerza cuando, también bajo la gobernación de Aznar, todas las Comunidades Autónomas acabaron siendo iguales, o casi, en competencias y dineros. Esto les pareció intolerable a los socialistas reconvertidos en nacionalistas que lideraba Pascual Maragall y, para no perder el carro de una historia que entonces parecía vislumbrarse exitosa, a los convergentes de Artur Mas. Todos ellos, con la suma de otros partidos menores, se embarcaron en una reforma estatutaria destinada a que los catalanes fueran más que el resto de los españoles, sin darse cuenta que para esto del más valer, como mostró Julio Caro Baroja en su estudio sobre Lope de Aguirre, «traidor», parece que hay que ser vascongado –es decir, de esos que, según cita Caro de Alonso de Palencia, «ni obedecen leyes ni son capaces de regular gobierno»–.
El caso es que las aspiraciones diferenciadoras de los gobernantes catalanes han ido chocando, a veces de manera azarosa, contra el muro constitucional, en donde se refleja con meridiana claridad que, dejados aparte a los vascos y navarros, no cabe excepción alguna en el entramado institucional de España. Hasta ahora, porque, sorprendentemente, en la última semana, tras una secreta conversación entre Rajoy y Mas, parece que se abre paso una solución de privilegio para contentar al nacionalismo y que éste ponga en sordina sus inmediatas pretensiones de independencia. Una solución que, desde ahora, me propongo denominar como el petardo catalán, aludiendo de esta manera a la intención de «estafa, engaño o petición de algo con ánimo de no devolverlo» –según define la RAE– que se vislumbra detrás de tal movimiento táctico en la política española.
En qué consiste el petardo catalán no lo sabemos, puesto que aún nos encontramos en los prolegómenos de su concreción política e institucional. Pero algunas de las posiciones que ya se han expresado, principalmente por los dirigentes del PP, aunque también del gobierno catalán, pueden orientarnos. De entrada, lo que ha sugerido el ministro de Hacienda es que puedan aliviarse las finanzas catalanas mediante una relajación del déficit en el que pueda incurrir la Generalitat –y tal vez alguna otra de las Comunidades Autónomas–. A este respecto, no crean los lectores que el asunto encierra dificultades insalvables, pues los economistas empleamos varios conceptos de déficit, alguno de los cuales bien pudiera salir a la luz pública desde los arcanos que forman la jerga de la profesión. Por ejemplo, si se hiciera referencia al déficit primario, como por cierto ha hecho recientemente el consejero Mas-Colell –por lo demás, prestigioso economista–, el objetivo actualmente establecido del 0,7 por ciento, le supondría a la Generalitat de Cataluña un desahogo de unos 3.600 millones de euros que no tendría que restar de su presupuesto de gastos.
Pero la cosa no se queda sólo en el déficit. La señora Alicia Sánchez-Camacho –que es como esas alumnas que llegan al examen del segundo cuatrimestre con lo aprendido, y con alfileres, en el primero– ha dicho, tras la reunión Rajoy-Mas, que se observa «una rectificación de las políticas de confrontación» y que «el Gobierno tiene la intención de ayudar a los catalanes a salir de la crisis». Sabe bien por qué lo dice, pues no hay que remontarse más que unos pocos meses para encontrar intervenciones suyas que parecen un mal resumen de los papeles que manejaban los nacionalistas de CiU cuando formulaban su propuesta de pacto fiscal. Éste, en la versión de la lideresa del PP contiene un aumento de los impuestos cedidos a la Generalitat, un papel preeminente, por lo que a éstos respecta, de la Agencia Tributaria Catalana, un respeto al llamado principio de ordinalidad –según el cual Cataluña no puede dejar de ser la cuarta región española en renta disponible por habitante, después de aplicado el sistema de financiación autonómica– y una subordinación a fines preestablecidos de la aportación catalana a la solidaridad interregional. No se crea que todo esto son pamplinas de políticos destinadas a confundir al público. Lo ha dejado claro el ministro de Asuntos Exteriores –que para esto de liarse con los negocios interiores es un lince–, quien acaba de proponer una cesión completa del impuesto sobre la renta a las Comunidades Autónomas, con gran regocijo, por cierto, del ejecutivo que preside Mas, donde se avanza que tal operación le puede suponer un aumento de 9.400 millones en sus ingresos. Lo que no ha señalado García-Margallo es cómo va a compensar el Estado esos dineros que se recibirán de menos en las arcas del Tesoro.
Dejemos las cosas así, de momento. Esto del petardo catalán amenaza con ser un tira y afloja que promete días de gloria para los eufemismos partidarios. Vamos a ver a nuestros políticos manejando conceptos inverosímiles y engaños enrevesados. Mientras tanto, más vale que vayamos rascándonos el bolsillo o, si no nos gusta, pensemos en otros a los que confiar el gobierno.
MIKEL BUESA, LIBERTAD DIGITAL 06/04/13