- La España sanchista se está quedando como uno de los reductos donde pervive la ideología que acaban de rechazar los votantes del primer país del mundo
En 2016, Trump logró una inesperada victoria doblándole la mano al establishment. Nadie parecía entenderlo. «¡Los americanos se han vuelto majaras votando a ese fantoche de tupé dorado y cara naranja!», clamaban en plan listillo muchos observadores desde una Europa por desgracia ya en decadencia.
Dos años después, Mark Lilla, un profesor de Columbia simpatizante de los demócratas, reflejó como nadie las causas de la victoria del magnate y presentador de televisión neoyorquino. Lo hizo en un breve librito titulado El retorno liberal. Allí explicaba que la izquierda estadounidense se ha vuelto «incapaz de desarrollar una visión política del destino compartido del país».
En vez de atender a las demandas de las capas anchas de la sociedad, los mal llamados progresistas «se lanzaron a las políticas de la identidad y perdieron la noción de lo que compartimos como individuos y lo que nos une como nación». En lugar de hablar de las cosas de comer (la economía, los problemas de las familias, la seguridad…), la izquierda metropolitana y cosmopolita, radicada en enclaves prósperos de California y la Costa Este, se puso a hablar de las políticas de identidad, a predicar rencor social, a fomentar la desunión, convirtiendo a cada persona en una víctima, una isla ensimismada en su ombligo ofendido, en vez de un ciudadano que forma parte de la gran República que todavía domina el mundo.
J.D. Vance, que será el vicepresidente de Trump, escribió en 2016 un harto recomendable libro de memorias titulado Hillbilly, una elegía rural. Vance, que por entonces ponía verde al que ahora es su jefe, explicaba allí la situación de los blancos de clase baja de Ohio y Kentucky, estancados, incapaces de prosperar, con sus familias rotas por las adicciones, los divorcios, las deslocalizaciones de empresas y una improductiva desesperanza. ¿Qué les ofrecía Kalama Harris a esas personas con su énfasis en las políticas «de género», el aborto libre, la obsesión LGTB, los victimismos raciales…? Nada. Esos no son los problemas de la vida cotidiana de esos rednecks.
¿Qué ofrecía la izquierdista de probeta Kamala en estas elecciones a un hispano emprendedor, una persona con ganas de gozar de más libertad económica y menos impuestos a fin de progresar? Nada. A ese votante le resbala que la apoye Taylor Swift, que aunque pueda gustarles les resulta otra millonaria pija más, no un referente político de nada.
¿Qué ofrecía Harris, que como vicepresidenta había sido un paquete frente a la inmigración descontrolada, al ciudadano que se siente preocupado y molesto por la inseguridad asociada a ese aluvión? Nada.
Los votantes no se decantan por un candidato u otro por el anuncio de tal o cual medida. Lo que los decide es la composición mental que se hacen de cada aspirante. Para triunfar, un candidato ha de contar una historia que resulte atractiva a su pueblo. Harris ofrecía a los estadounidenses una amalgama difusa de wokismo, corrección política, victimismo racial y obsesiones de género. No se percibía un programa claro, concreto y optimista. Frente a eso, Trump, con todos sus defectos, malos pasos y excentricidades, sí ofrecía un mensaje nítido: yo os prometo una América mejor, poner la economía a andar y bajar los impuestos, acabar con la inmigración descontrolada e intentar que se vuelva a fabricar en Estados Unidos lo que hoy se produce en Asia (lo cual nunca ocurrirá, porque los asiáticos curran más y cobran menos, y si va por la vía de los aranceles, a medio plazo acabará disparándose en el pie, nunca han funcionado como la libertad de comercio). La mayoría de los americanos han preferido abrazar el optimismo ganador de Trump y no la oferta triste y artificiosa de la izquierda metropolitana, encarnada esta vez por una candidata más mala que la quina.
Lo que está ocurriendo es que el piji-progresismo-woke, esa cansina empanada rellena de corrección política, fijación gay y ‘de género’, brasa fiscal, subcultura de la muerte y resentimiento, resulta que ya no está de moda en el mundo. De hecho, la España de Sánchez se está quedando como uno de sus últimos reductos, debido a dos anomalías: 1.- Un modelo televisivo que cercena el pluralismo y barre para la izquierda 2.- Unas leyes electorales injustas, diseñadas en su momento de manera ilusa para intentar atraer al sistema constitucional a los nacionalistas catalanes y vascos. Al final esas normas han servido para tergiversar la voluntad popular y primar a los separatistas. Permiten que hoy nos gobierne un presidente que no ha ganado las elecciones, gracias a su coalición con los peores enemigos de España.
El resultado es que seguimos sumidos en el más estéril wokismo mientras la vanguardia del mundo comienza a sacudírselo.