Iñaki Ezkerra-El Correo
El criterio cabal en toda esta polémica del ‘pin parental’ debe partir de la premisa de que el Derecho no es mutable. No es de quita y pon, según nos conviene
Es una frase poética que puso en circulación la derecha homófoba para negar el derecho de los matrimonios gais a la adopción: «No es el adulto el que tiene derecho a adoptar, sino el niño a ser adoptado». Digo que se trata de una frase poética porque ignora tanto la trágica realidad como nuestra actual legalidad. En cuanto a la primera, invoca la adopción como si fuera un derecho a la carta del niño desamparado, cuando la verdad es que no sólo no hay medios técnicos para satisfacer el legítimo deseo de un huérfano que quisiera ser adoptado por Bill Gates o por Amancio Ortega, sino que la propia Declaración de los Derechos del Niño de 1959 sigue siendo una utopía en 2020. En cuanto a la legalidad vigente, sí reconoce el derecho de los adultos a la adopción. Nuestro Código Civil lo ampara tanto para heterosexuales como para homosexuales desde el 3 de julio de 2005. No se trata de un derecho absoluto, como el derecho a la vida, pero sí de un derecho condicionado al cumplimiento de los requisitos que establece la Ley de manera clara y precisa.
Uno es consciente, sin embargo, de que esa frase poética, ese falso tópico, se va a seguir repitiendo hasta la saciedad en un debate en el que no sólo el populismo de izquierdas se nutre de bulos tóxicos sino también el populismo de derechas. Leo un artículo contra la reforma legislativa de Zapatero que abrió la puerta a la adopción homosexual. En él, un presunto intelectual católico niega categóricamente que exista una sola Constitución, una Declaración internacional o un texto legal que establezcan el derecho a adoptar o a tener hijos «ni de los homosexuales ni de los heterosexuales». Su contradicción es obvia. ¿Es que aquella reforma socialista a la que él ataca no se halla redactada en un texto legal? Por lo que se ve, el firmante del artículo no sólo desafía a la lógica en lo que toca a la adopción gay, sino que no ha leído ni el artículo 39 de nuestra Carta Magna ni el artículo 16 de la Carta Universal de los Derechos Humanos, que son lo bastante elocuentes en lo que toca al derecho a tener hijos. Leo otro artículo de otra lumbrera del pensamiento integrista que abunda con más dosis de despendolado lirismo en esa misma tesis que ya ha creado escuela: «No existe el derecho del padre a procrear, sino el derecho del hijo a ser procreado». Aquí, como se puede apreciar, el autor no sólo llega al delirio de reconocer como sujeto legal al no nacido ni concebido sino que incluso olvida el mandato bíblico que impone la procreación como un deber (Génesis 1:28) y por el cual habría que reconocerle al menos al potencial procreador el derecho implícito a obedecer la Orden Divina.
¿A qué responde toda esta leguleya confusión? Responde a la manía que tenemos los españoles de reinventar el Derecho en nuestro argumentario ideológico. Lo hemos visto desde hace años con los nacionalistas obstinados en incluir la autodeterminación entre los ‘derechos humanos’, cuando éstos, por definición, son individuales. Y lo vemos estos días con la polémica desatada en torno al llamado ‘pin parental’, en el que no de forma casual vuelve a asomar el fantasma de la homosexualidad. Como contra esa fantasmal amenaza vale todo, aquí la derecha homófoba vuelve a la creatividad jurídica, pero en sentido contrario a la teoría que negaba todo derecho del adulto sobre el niño. Aquí ya no se niega sino se reivindica el derecho de los padres a controlar la escolaridad de sus hijos de acuerdo con su ideología y sus prejuicios. Aquí ya se invoca directamente la patria potestad pura y dura dando por hecho que los homosexuales no tienen patria ni potestades que valgan.
Y otro tanto hace la izquierda. Cuando Isabel Celaá afirma que «los hijos no pertenecen a los padres» no hace sino apuntarse a la poesía argumental que ha usado el conservadurismo más rancio. De esta manera, cuando se dice, y con razón, desde la derecha que «tampoco son propiedad del Estado», la izquierda podría recordarles que «ni del Estado español ni del Estado vaticano» y que el problema cuando se sostiene con poética grandilocuencia que «lo importante es el bien del niño» es que ese bien siempre lo decide el adulto.
El criterio cabal en toda esta polémica del ‘pin parental’ debe partir de la premisa de que el Derecho no es mutable. No es de quita y pon, según nos conviene y nos dicta la inspiración poética que, en este caso, fiel a la teoría populista del conflicto (también la derecha copia a Laclau), pretende que los derechos del niño están infaliblemente en pugna con los del adulto. Ni es así ni toda discusión social debe dirimirse en términos de derecho. Antes que llegar al juez, se puede usar la pura sensatez. Una pedagogía sensata es la que ni promueve ni oculta la homosexualidad en la infancia. Un niño al que se le oculta el hecho homosexual es un candidato a la práctica del bullying con el compañero de clase que tenga dos padres o dos madres cuando no carne de trauma en caso de que descubra en sí mismo esa tendencia. Se le priva de una información que hará de él un ciudadano respetuoso consigo mismo y con los otros. Como una directora del Instituto de la Mujer que denuesta la heterosexualidad e insta a la penetración anal de los hombres para luchar contra el «heteropatriarcado» no será machista pero está como las maracas de Machín y no da el perfil para ejercer un cargo público. El único fin que puede tener ese nombramiento no es llevar el progreso a la sociedad, sino azuzar a los sectores más retrógrados de ésta para arrancarles un discurso homófobo.
Y mientras los populismos de izquierdas y de derechas se retroalimentan en su bronca diaria, algunos simplemente nos extrañamos de que una medida como el ‘pin parental’ que no se ha aplicado en la Cataluña que enseña a odiar en las escuelas a todo lo español y a las Fuerzas de Seguridad, se aplique en Murcia. ¿De verdad es tan grave la situación de Murcia como para eso?