- Si los separatistas tenían enorme interés en imponerlo no era por un amor filológico por las lenguas, sino porque es parte del plan para ir cuarteando España
Con su soltura castiza, Isabel Ayuso ha avisado de que si en la Conferencia de Presidentes, que se celebra este viernes en Barcelona, a Illa, Pradales —o Rueda— les da por ponerse a hablar en sus lenguas regionales, obligando al resto de mandatarios a calarse el pinganillo, ella se da el piro.
Lo más reaccionario que existe en España, que es el coro del separatismo supremacista, la pondrá a parir y la tachará de «ultra» entre aspavientos de gran escándalo. Sin embargo, me temo que la presidenta de Madrid tiene toda la razón y que el votante medio de derechas aplaudirá su amenaza.
El pinganillo no es algo inocente, ni anecdótico. Su imposición en el Congreso fue parte de la factura que va pagando a plazos el PSOE en el mostrador del separatismo, a fin de mantener al comilitón de Leire Díez en la Moncloa a pesar de que se quedó corto de votos (aunque en los sufragios por correo le fue bastante bien).
La larga campaña de los separatistas vascos, gallegos y catalanes a favor del pinganillo no nace de un amor filológico por las lenguas. Tampoco atiende a razones prácticas, pues añade un gasto y un engorro innecesarios. Todas sus señorías se entienden en el bar del Congreso en perfecto castellano, y de hecho muchos diputados del PNV sudarían tinta para seguir una conversación larga en ese vasco que imponen a rodillo en su región.
El pinganillo es una pieza más de una tenaz campaña cultural, política y educativa para ir cuarteando España. El idioma juega un papel estelar, pues supone un elemento básico en la forja y mantenimiento de una nación. El Parlamento es la sede de la soberanía nacional española. Al conseguir que ni siquiera allí se emplee el español como lengua común a todos, los separatistas están lanzando el mensaje de que la nación española es una entidad de chichinabo, conformada en realidad por varias naciones no reconocidas, subyugadas por un Estado opresor que inventó Franco.
El móvil tras el pinganillo es el mismo que los anima a reclamar competencias de todo tipo para sus regiones, selecciones deportivas «propias», policías autonómicas, cuerpos diplomáticos, catalán en la UE… ¿Por qué ese empeño? Pues porque todo eso «hace país», como gustan de repetir sin engañar a nadie, y como sabía mejor que nadie el taimado, pero nunca tonto, Jordi Pujol.
El pinganillo forma parte de una campaña de extrañamiento hacia España que también incluye el ocultamiento de la bandera española en dos regiones que de hecho son casi estados asociados; o la prohibición de facto del español en las aulas y en la rotulación de los comercios, a pesar de que es el idioma más hablando allí. El pinganillo va en el mismo saco que la reinvención mítica de la historia regional; la creación de supuestas tradiciones, como los Papá Noeles identitarios; o el ninguneo de la gran historia de España en el temario educativo para centrarse en inflar supuestas gestas del hipertrofiado ombligo local.
Los separatistas trabajan de sol a sol para ir construyendo sus países, en la esperanza de que España sea un día ya tan débil que puedan lanzar un nuevo órdago a lo grande para romper amarras. Por desgracia, no existe la misma labor cultural, educativa y política en defensa de la vieja y magnífica nación española. De hecho, el partido que más tiempo nos ha gobernado, el PSOE, está rendido a los nacionalismos centrífugos, una decantación que ha agudizado con la imperdonable felonía de Zapatero y Sánchez.
Así que, Isabel, si tiras el pinganillo a la papelera puede que recibas millones de aplausos. España y los españoles deberíamos empezar a darnos a valer, porque el topicazo buenista de la nación «plural y diversa», expresión que repite hasta el Rey, en realidad le hace el caldo gordo a nuestros más feroces enemigos. Jamás se ha salvado una unión fomentando la desunión. Eso simplemente no existe.