IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La solución de los dos Estados es justa pero inviable porque ni la quieren los judíos ni la quieren los musulmanes

La solución de los dos Estados, replanteada por Borrell en nombre de la UE y suscrita por España, es la salida más sensata y justa para el perpetuo conflicto de Palestina. Figuraba en la idea original de la partición de 1948 –frustrada por el ataque árabe contra el recién nacido Israel–, está en el espíritu de los acuerdos de Oslo y Camp David II y tiene el respaldo de la mayoría de la comunidad internacional y de varias resoluciones de la ONU. Sólo tiene un problema: es inviable. Mucho más desde el ataque de Hamás y la subsiguiente represalia sobre Gaza, que han hecho saltar el precario ‘statu quo’ zonal por los aires, pero en realidad lo era desde bastante antes. Casi desde el principio y por dos razones primordiales: no quieren los judíos –ahora mucho menos– y no quieren los musulmanes, aunque no se atreva a reconocerlo ninguna de las partes.

En el mismo momento de su hipotética creación, ese Estado palestino tendría como prioridad la destrucción de Israel, objetivo expreso de Hamás y de Hezbollah, su patrocinador Irán y sus satélites regionales. El choque seguiría siendo inevitable, más pronto que tarde. Luego está el problema simbólico de Jerusalén, esencial en dos comunidades de composición religiosa, y por último el de la masa crítica territorial: una superficie muy pequeña cuya alta densidad de población facilita los altercados de convivencia. Las naciones limítrofes como Jordania no están dispuestas a ceder un palmo de su tierra. Egipto se resiste incluso a acoger refugiados gazatíes, como ha demostrado en esta crisis al cerrar a cal y canto su frontera. Y la sociedad israelí ha cambiado de manera notable en las últimas décadas. Ha recibido millones de inmigrantes, sobre todo rusos y asquenazis, que además de alterar su estructura demográfica y étnica ejercen amplia influencia en la política hebrea.

Más dificultades: los asentamientos judíos y el futuro de sus colonos, la descomposición de la ANP, los casi seis millones de refugiados palestinos en países del entorno, el endurecimiento de Netanyahu, la desestabilización que propicia el régimen iraní, el asentado y mutuo odio histórico. Y por supuesto, el derecho de Israel a defender su existencia, aun con el frecuente abuso de superioridad de su potente maquinaria bélica. La agresión terrorista de octubre ha cambiado el ya de por sí diabólico panorama, al punto de que va a ser imposible por mucho tiempo volver a la situación previa de Gaza, y tal vez de Cisjordania. En ese contexto, el plan del reparto constituye un desiderátum ilusorio rayano en el pensamiento mágico. Tan correcto, ponderado y razonable como de dudoso efecto práctico por falta de condiciones para implementarlo. Una suerte de placebo para nuestra conciencia de europeos profundamente preocupados (‘deeply concerned’) ante la incómoda evidencia de que esa guerra, continua o intermitente, va para largo.